Unidas Podemos y sus líderes tienen una expresión, una retórica, un estilo, muy particulares, heredados de Pablo Iglesias. Algún doctorando en busca de tema podría, por ejemplo, analizar el uso que hacen del punto y seguido, sobre todo en los tuits; como si por usarlos con desahogo le imprimieran a su idea una gravedad que no tiene.
Esta semana, en el Congreso de los Diputados, Irene Montero intervino en defensa de su propuesta de Ley Trans. Y lo hizo con muchos puntos y seguido. Con tono profundo, cavernoso casi, tal que si estuviera en un parlamento europeo en los aledaños de la II Guerra Mundial, en defensa de la libertad, de la igualdad y del orden mundial.
En intervenciones anteriores, tanto ella como su equipo, se han expresado con semejante voluntad de estilo, creyendo que con ello elevan su causa por encima de la chapucería legal que han pergeñado.
Y es, pienso, un gesto muy propio de nuestro tiempo, de nuestra política, el echar mano del efectismo retórico o comunicativo para intentar vestir las vergüenzas de la propia incompetencia. Como si la comunicación pudiera dar lo que no se traía puesto de casa.
Si se hace un recorrido histórico por las dos o tres iniciativas que ha llevado a cabo Irene Montero y su ministerio, igual que Ione Belarra y el suyo (más dos que tres), se verá que siempre han ido acompañadas de discursos ampulosos, expresiones como de fin de mundo y vídeos lastimeros y constantes toques de atención (Consejo de Estado, Abogacía del Estado, etcétera) por la bajísima calidad de su trabajo.
El problema ha sido siempre el mismo: que ocupan unas responsabilidades que no saben cómo acometer. Es normal que así sea. Cualquiera que haya conocido a algún ministro sabe que ninguno estaba preparado para serlo. Aunque deberían estarlo por haberse formado en los partidos políticos; los partidos son lo que son y no existe algo parecido a una escuela o cursillo de ministro. Lo que ha diferenciado a los ministros dignos de los que apenas les llegaban las piernas para subirse a la silla es que han aprendido a serlo.
Y en Unidas Podemos no ha sido así. No me atrevería a decir que por falta de capacidad pero sí por falta de interés.
El buen gobernante, o el que aspire a serlo, se da cuenta enseguida de que por encima de sus intenciones está la realidad y trata de amoldarse a sus imposiciones para tratar de transformarla en el sentido de su pensamiento, legitimado para ello por las urnas.
El gobernante inane pasa sin pena ni gloria. Y de esos está el historial del este Gobierno lleno.
Pero el gobernante nefasto, el que abre heridas en la carne del país, es el que actúa como si la realidad no existiera. Porque en el camino que va desde su indiferencia hasta su derrota (la realidad siempre gana, bien lo sabemos), va embistiendo como un becerro, luxándole la paciencia a la sociedad y la credibilidad a la política.
Irene Montero y su equipo han caído de lleno en esta categoría. No por una cuestión congénita, sino por sus actos, rebosantes de sectarismo, devorándose a sí mismas por un afán desmedido de protagonismo.
La realidad es la que es e impera, aunque no se quiera. La de la Ley Trans es que, además de ser una tosquedad jurídica, es una excentricidad política tanto en cuanto no ha sido capaz de recabar los apoyos necesarios y sí de llevar confusión y confrontación a su espacio político.
A estas alturas y después de todo lo que ha llovido, deberían haber aprendido que la política no puede ser un constante solipsismo.