Mi película en las Naciones Unidas. No la que estoy rodando allí en estos momentos, desde el inicio de la contraofensiva ucraniana en Izum y Jersón. La otra. La primera. Esta, Por qué Ucrania, fue emitida en junio en el canal Arte; Marc Roussel, Gilles Hertzog, Olivier Jacquin y yo la empezamos a rodar en 2014.

Una niña mira por la ventana de un autobús de deportados de Jersón.

Una niña mira por la ventana de un autobús de deportados de Jersón. Alexey Pavlishak Reuters

Sé lo que son las Naciones Unidas. He leído las páginas de Viaje al fin de la noche en las que Céline se burla del pueblo de embajadores, agregados culturales de las embajadas y del funcionariado de la Sociedad de Naciones. También me he empapado de Albert Cohen y del retrato poco halagador que hace de ellos en la inolvidable Bella del Señor. Y, desde Bosnia hasta Darfur, pasando por tantas guerras atroces que la institución ignoró de forma metódica, hay que admitir que los errores y fechorías de la organización son innumerables.

No obstante. Aquí tenemos al embajador Nicolas de Rivière (que se ha mostrado muy activo desde febrero en su apoyo a Zelenski) subiendo al estrado para presentar la película en nombre de Francia. También tenemos por aquí a Khrystyna Hayovyshyn, su colega ucraniana, que dice que nuestras imágenes son fieles a cierta idea de Ucrania que se hacen sus defensores. También está Dora Chomiak, presidenta de Razom for Ukraine, la ONG de Estados Unidos que se ha convertido en el principal vehículo de ayuda humanitaria para la población civil bombardeada. Ella se encarga de moderar el debate que sigue a la proyección.

Y también están todos los asistentes que, cuando salen los créditos y suena la música de Slava Vakarchuk, dedican una ovación cerrada a los vivos y a los muertos. Entonces me arrepiento de haber pensado mal. Pienso en la hermosa idea kantiana y antiwestfaliana de la “comunidad internacional”, de la que quizás, al fin y al cabo, en ausencia del representante ruso y de sus aliados, tenemos aquí una buena muestra.

Abrumado por la emoción, al principio no me salen las palabras; entonces pienso, y luego afirmo, que las grandes ideas nunca mueren.

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Se ha dicho que la revolución que está a punto de hacer caer al régimen de los mulás en Irán no tiene rostro y, por tanto, de momento, no tiene cabeza. Pues bien, hete aquí un rostro: el de Masih Alinejad. No es el único, claro está, y, aunque en farsi Masih también signifique “Mesías”, ella es la primera en explicar que una de las cosas más bellas del movimiento es que, en efecto, no busca a una mujer o a un hombre fruto de la Providencia.

Pero es una mujer brillante. Valiente. Con su melena de leona que parecer una corona indómita, es la viva imagen del desafío a los mulás de cabeza coliforme. Es divertida. Irresistible por la forma que tiene de contar la historia de cuando tuvo que rehacerse el pasaporte en la embajada iraní de Washington: ¡Patapum! ¡Maldito pelo! ¡Se niega a ponerse el velo para la foto del pasaporte! Y el agente consular va y resulta que, presa del pánico, pide refuerzos a... ¡la Policía estadounidense! “¿Cuál es la situación en Ucrania?”, es lo primero que me pregunta. Y enseguida: “Dígales a sus amigos ucranianos que su lucha es nuestra lucha, y que Jamenei y Putin son las dos caras de la misma moneda”.

Y su segunda petición: “Deme noticias de Salman Rushdie... Mi hermano de armas... Mi compañero del alma, tan cerca y tan lejos a la vez...”. ¿Acaso no vive ella también con escolta policial? ¿Acaso el FBI no ha frustrado ya un número indeterminado de amenazas, intentos de secuestro y asesinato contra su persona en los últimos meses?

Y desde la detención, el 28 de julio, de un hombre, Khalid Mehdiyev, que iba a irrumpir en su casa de Brooklyn con un AK-47, ¿acaso no parece ser la siguiente de la lista? Por ahora, con sus redes sociales y los activistas que, desde Irán, le envían la foto de un músico detenido, de un estudiante asesinado o de una joven que baila con su melena al viento subida a un coche en Isfahán, es toda una agencia de noticias en sí misma. Que Dios (¡y EE. UU.!) la proteja.

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Chicago. Asamblea General de las Federaciones Judías de América del Norte. Esta es la clase de gran organización liberal a la que uno puede venir y decir que ser judío significa apoyar la revuelta que se está viviendo en Irán; significa irse a la primera línea de la guerra en Ucrania y significa manifestar, siempre que se pueda, una preocupación por los humillados, los incomprendidos, los olvidados de este mundo: los Profetas, Rashi y la Cábala, ¿acaso todos ellos no dicen una y otra vez que el que lee la Torá como si tuviera “70 caras” es fiel al Mandamiento? Sí, 70... el número de las Naciones... Las Naciones Unidas en la época del Sinaí... Ser judío como un tesoro vivo, un segulá, una especie de remedio confiado a los pueblos que los acompaña en secreto, a cada uno, en el camino de la redención...

¡Ay! Pero dos noticias de la actualidad del día empañaron la reunión, el hermoso juramento que la acompañaba y el discurso inaugural que me había preparado.

En primer lugar, la víspera, en pleno centro de Bruselas y, por tanto, en el corazón de Europa, los partidarios de Hamás acudieron a vociferar su odio a los judíos y sus llamamientos a favor de la desaparición de Israel. En segundo lugar, y el mismo día, la aparición en las gigantes pantallas del estadio de Jacksonville (Florida) de mensajes de apoyo a Kanye West, el rapero que, la semana anterior, según sus propias palabras, había declarado la guerra a los judíos.

El antisemitismo no es solo, como dijo Robert Wistrich, el odio que viene de más lejos, sino que, como decía Jacques Lacan a propósito del racismo, ese odio tiene el futuro, la vida y la muerte por delante. Por desgracia, hay que volver a combatir.