"La literatura de periódico debe ser fácil, amena y digestiva. Un poco mejor que el café, pero nunca completamente genial. No debe expresar grandes ideas, porque las grandes ideas están fuera de lugar en el café. En el café no hay que ser sabios, hay que ser frívolos y alegres. Yo comparo el café con el periódico".
Julio Camba
A Julio Camba le repateaba que los chavales no llevaran sombrero. Eso sí, jamás imaginó que dejarían de llevar corbata. El día de su muerte, todos esos jóvenes sin sombrero lo llevaron a hombros y lo enterraron. Hoy, me pongo el sombrero para intentar que se me aparezca su espíritu.
Me siento en un café. En las manos, Julio Camba, una lección de periodismo (Fundación José Manuel Lara, 2022), la biografía que acaba de publicar Francisco Fuster. Es un libro adecuado para el ritual. Un libro corto, moderno. Un libro que, a través de unos cuantos episodios, encierra el alma del investigado.
Cuando Camba se murió, nadie reclamó su cuerpo. O eso me contó uno de los que se plantó en el Palace para acompañar el féretro al cementerio. A Camba lo quería una multitud de lectores, pero no lo quería nadie como se quiere de verdad, con cercanía y con frecuencia.
Porque Camba, antes de morir, era dificilísimo de ver. Luis María Anson era en aquel 1962 el joven encargado de recoger al columnista para llevarlo a cenar con Luis Calvo, el director de ABC. Una comida era la única manera de sacarlo del Hotel Palace, donde vivía encerrado entre baúles, papeles y objetos comprados en medio mundo. Llamaba, entonces, Anson. La conversación era tal que así.
–Julio, me pide Luis Calvo que le lleve a cenar a tal restaurante.
–Pero, ¿podré estar de vuelta a una hora prudente? No me gusta trasnochar.
–Sí, sí, no se preocupe.
–¿Quiénes van a ir a la cena? Ya sabe que no me gusta juntarme con gente, no hago vida social.
–Va a ser una cosa íntima, descuide.
–¿Vendrá usted a recogerme en un buen coche?
–Hombre, haremos lo posible, yo creo que le parecerá suficiente.
–¿Conduce usted bien? ¿Evita la brusquedad?
–Por supuesto, Julio.
¿Cómo se invoca a un espíritu así? ¿Cómo se convence a Julio Camba para que se aparezca si no hay comida que ofrecerle? Quizá, proponiéndole un artículo así, ligero, divertido, sin más pretensión que la de cumplir con una obligación que también fue suya: cubrir con un puñado de letras unos cuantos centímetros de este periódico.
Ahora, suponiendo que Julio esté aquí, al otro lado de la mesa de mármol, es momento de extractar las pautas que hicieron de él un columnista genial. Podríamos empaquetarlo y darle la forma de manual. Camba se dijo un escritor sin método, pero cuando una vida se acaba y se mira desde fuera… aparecen las rutinas. Aquí está Julio. Ojos brillantes, una papada al borde de engullir la pajarita, una barriga a punto de hacer estallar la camisa y el pañuelo en la solapa. Yo lo miro. Y sí, Julio, llevo sombrero.
Empezar con la poesía
Es una tradición que los mejores columnistas del siglo pasado fueran poetas antes que escritores de periódicos. Porque la columna, la buena columna, es casi siempre poema en prosa. Camba, Ruano, Umbral… Todos empezaron con el verso y el margen estrecho. Camba lo hizo en El Eco de Marín, siendo adolescente.
La poesía es un defecto en la columna cuando el lector se da cuenta de que hay poesía. Pero la poesía oculta, la poesía entre líneas, es el elemento que levanta la columna. Para saber fabricar esa poesía disfrazada, es preciso haberla escrito antes en toda su dimensión. Aunque sea mal, con poco respeto por la métrica y de manera almibarada. Al cabo, el último secreto es dejar de escribirla, pero seguir leyéndola. Siempre. Hasta el final.
Un primer escándalo
Se puede ser un gran escritor sin lectores, pero no se puede ser un gran columnista sin lectores. Da igual lo buena que sea la columna si no está en boca de la gente. En realidad, la columna acaba de escribirse cuando está en manos del lector. Una buena manera de inaugurar ese camino es el escándalo.
Es sabido que Ruano irrumpió en el Ateneo diciendo que El Quijote era una basura y que salió de allí a punto del linchamiento. Apenas consiguió un breve y, para más inri, hablaron de "González", y no de "González-Ruano". Pero no se le puede negar la brillantez en el intento.
Camba, de una manera menos premeditada, muy chaval, escribió sobre el "amor libre" en la cerrada sociedad gallega de principios de siglo. El artículo, relata Fuster, su biógrafo, llegó a manos del obispo de Santiago, que decidió la excomunión del periódico.
Años más tarde, en Argentina, Camba montó un segundo escándalo, éste con alevosía. Declarado anarquista, incordio del Gobierno, tuvo la oportunidad de exiliarse tras haber jaleado una huelga general. No quiso hacerlo. Sabía que acababa de aprobarse una ley que permitía la expulsión de cualquier ciudadano extranjero sin juicio previo. Esperó. Lo detuvieron, le tomaron fotos y lo mandaron a España en un buque. Cuando llegó, era una leyenda. Los diarios nacionales mandaban sus corresponsales a entrevistar al "anarquista".
Desengañarse políticamente
Siendo muy joven, conviene creer en alguna idea política como sólo se cree en Dios. Camba eligió primero el galleguismo, luego el anarquismo y después… nada. Sólo la burguesía. La filosofía del "café, copa y puro" de la que hablaba Agustín de Foxá.
Cuando se cree de esa manera, inevitablemente, llega el desengaño. Y ahí están las mejores columnas. En el cinismo de quien no se ve obligado a pensar de una determinada manera; en la libertad del que, inconscientemente, no siente la pulsión de encajar su texto en un credo.
De la anécdota, categoría
Camba era un gran corresponsal porque, en poco tiempo, escribiendo sobre cosas aparentemente banales, destilaba con inusitada facilidad el carácter de las gentes. Italia, Alemania, Francia, Estados Unidos… Las anécdotas de Camba, casi de forma automática, estrenaban la categoría.
Se trata de mirar. Esto, para qué nos vamos a engañar, se tiene o no se tiene. Se puede entrenar leyendo a los que saben mirar. Pero no todos los que lo hagan podrán adquirir esa cualidad.
Es algo así como salir a la calle, aspirar muy fuerte, aguzar el oído y apuntar sin apuntar en algún lugar del inconsciente. Porque esas columnas no salen con los apuntes escritos, sino con los que se han acomodado a medio camino entre la cabeza y el corazón.
Reseñar libros
Entre los años 70 y los 2000, el periodismo conoció una edad dorada. Grandes sueldos, grandes coberturas, grandes viajes. El Camba que empezaba, el anarquista, encontró lo mismo que encontramos los que debutamos hace un pestañeo. Los trabajos de media jornada (doce horas diarias) y un sueldo con el que no se puede pagar un piso.
Ha quedado consignado que es muy importante leer a los que saben mirar. Pero leer buenos libros cuesta dinero. Por eso resulta estrictamente necesario reseñarlos. Así uno no los paga. Eso hizo Camba. Eso he hecho yo ahora con el fantástico libro de Fuster, por el que no he pagado un duro. Reseñando libros valiosos, uno genera una valiosa biblioteca… a coste cero.
Haber estado
Para escribir columnas, no es tan importante estar en los sitios como "haber estado en los sitios". "Venir de Constantinopla: ese es el éxito. Porque en Constantinopla pasa una cosa terrible, y es que todo el mundo está en Constantinopla", relató Camba tras regresar a Madrid.
El columnismo es una acumulación de experiencias. Una especie de mochila transparente donde va quedando todo lo que algún día te sacará de pobre cuando no sepas de qué escribir. Hacer una gran columna en medio de un incendio no tiene mérito. Hacer una gran columna un martes cualquiera sólo está a la altura de los mejores.
Aspiración burguesa
Camba nunca se hizo rico. Para un columnista, hacerse rico es una putada. Para un reportero también. Me lo dijo un riquísimo director de periódicos: "Echo mucho de menos haber podido escribir más".
Porque sólo se pueden escribir grandes columnas cuando el dinero es una aspiración, y no una realidad. Camba es ejemplo, pero también Ruano. O el mejor Umbral. Cela, cuando triunfó, no fue un gran columnista. Me dijeron que Pedro J. no lo quiso. ¡Y era un Nobel! Herr direktor, ¿es cierto? Mucha reunión de portada, pero nunca tenemos tiempo para hablar de estas cosas.
El mejor Camba fue un columnista que amaba "la vida burguesa, los bistecs gordos y las mujeres finas". Son palabras de Rafael Cansinos Assens. Cuando uno tiene la sensación de estar en un lugar al que no pertenece, disfrutando de cosas con las que siquiera había soñado, sabe mirar. Cuando la riqueza es rutina, el columnista está ciego. Porque al buen columnista le gusta lo burgués. Y si ya lo tiene, ¿para qué escribe?
Música de café
Las columnas de los periódicos se han llenado de predicadores. Un predicador es quien cree que, gracias a su influencia y sabiduría, tiene la capacidad de cambiar la forma de pensar de un pueblo. Esto, que suena grandilocuente, ocurre en España todos los días. Craso error.
Para Camba, la columna tiene que ser como música de café. Utilizo sus palabras, que son mejores que cualquier otras: "La música de café debe ser una cosa así como la literatura de café, es decir, como la literatura de periódico: fácil, amena y digestiva. Un poco mejor que el café, pero nunca completamente genial. No debe expresar grandes ideas, porque las grandes ideas están fuera de lugar en el café. También yo sé, tal vez, interpretar a Salustio y, sin embargo, no lo interpreto en el café. En el café no hay que ser sabios, hay que ser frívolos y alegres. Yo comparo el café con el periódico. Ambas instituciones tienen un espíritu igualmente democrático y ambas sirven para hacer fraternizar las muchedumbres. Ambas son entretenidas y un poco excitantes, y ambas evolucionan paralelamente".
Ahora ya no quedan grandes cafés y por eso… ¡tssss!
Escribir fuera de casa
Siguiendo este consejo, resulta sencillo caer en el postureo, en una especie de turismo columnístico. Pero Camba tiene razón. Si la columna se hace de lo que hacen y dicen las gentes, ¿cómo se va a escribir lejos de las gentes? Una novela es otra cosa. Pero la columna necesita estar en contacto con el material del que se nutre. "Así nacen la chispa y la espontaneidad", escribió el propio Camba.
Sin rencor
El columnista debe ser agresivo; con cierta tendencia, con gusto incluso, a desafiar y criticar al poder. El columnista es irreverente. El columnista es el único empleado del periódico que puede hacer un uso desmedido del adjetivo… y acertar.
Pero si la columna en contra nace de un rencor personal, de una batalla pendiente, suele salir mal. A Camba le pasó con su Haciendo de república, ese conjunto de crónicas con el que pretendió ridiculizar al régimen nacido en 1931. Trató de disfrazarlo, pero no lo consiguió. Lo dice bien su biógrafo Fuster: Camba escribió así porque esperaba ser nombrado embajador tras la proclamación de abril, igual que todos sus compañeros de letras. Y no ocurrió.
A él mismo se le escapó en algún artículo. Fue una venganza. Y las venganzas es mejor que las cuente quien no está inmiscuido en ellas. Aquellos textos están muy lejos de la excelencia de Camba. No eran… música de café.
Contra el desengaño
Supongo que la experiencia es un grado y que cumplir años otorga ciertas habilidades al columnista. Pero llega un momento en que la edad también hurta esas herramientas. No tiene que ver con la senectud, ni con cuestiones biológicas. Se trata del desengaño.
Cuando Camba volvió a Madrid y se encerró en su habitación del Palace, había pocas cosas que le sorprendieran. Se convirtió en "un maestro del refrito", detalla Fuster. Cobró hasta cuatro veces por un mismo artículo. Mezclaba letras del pasado con letras del presente. En definitiva, escribía cada vez menos. Camba se había desengañado. Había perdido la pasión por descubrir.
El mejor Camba es el de los 20, 30 y 40 años. El de las antologías Sobre casi todo y Sobre casi nada (Editorial Renacimiento) y Mis páginas mejores (Pepitas de Calabaza). Esos libros son la mejor manera de empezar a leerlo.
Ya hemos terminado, Julio. Puede usted marcharse. Pero si me permite un último ruego… visíteme cada lunes. Esto es cada vez más difícil. No sé de qué escribir la semana que viene.