Recordemos hoy las palabras de Poincaré, a quien se le preguntó en 1917 si el Ejército francés resistiría: "Resistirá si resiste la retaguardia". Con el Ejército ucraniano ocurre exactamente lo mismo. En los frentes, demuestra una asombrosa valentía.
Al precio de librar terribles batallas, ha hecho retroceder a los rusos en Kiev, Borodyanka y Mykolaiv. Todo apunta a que este Ejército se está preparando para contraatacar en los territorios perdidos del Donbás.
Y la desmoralización del Ejército ruso, la escasez de munición y repuestos para sus tanques, las cifras de sus bajas, hacen que las victorias de Vladímir Putin sean más frágiles de lo que se piensa y que en el verano de 2022 pueda llegar un día en su Operación Especial equivalente a lo que fue el verano de 1942 para Hitler y su Operación Barbarroja.
El problema, sin embargo, es la retaguardia.
O, más exactamente: dado que la retaguardia, es decir la sociedad ucraniana, muestra un espíritu de resistencia igual al de los combatientes, el problema real es la retaguardia de la retaguardia, es decir el bloque de países aliados que suministran armamento. El problema es la situación en la que se encuentra la opinión occidental y el mandato que traslada a sus Gobiernos para que sigan entregando o no las armas que Ucrania necesita como el aire para resistir el choque contra este país-continente que es Rusia.
Se atisban señales preocupantes.
Aquí en Francia, que si la historia de la "escalada" es la que nos tiene "sonámbulos" con respecto a los "engranajes de la guerra".
Allá, que si es el "precio del gas", que, como el del tocino según el embajador Claudel, en la época de su polémica de 1925 con los surrealistas, daría derecho a toda clase de bajezas.
Allá, que si hay una supuesta "dictadura de la emoción" de la que las mentes más fuertes nos invitan a liberarnos. Contra esa "dictadura", ¿deberíamos elegir una "libertad" cuyo principio sea el de tener el corazón de piedra?
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En definitiva, el peligro es esta laxitud, este hastío, esta usura de la compasión sobre la que el ensayista y reportero de guerra británico David Patrikarakos acaba de dar, en el Daily Mail del pasado domingo 26 de junio, un diagnóstico implacable.
¿Fue nuestra ira ante la situación de Ucrania una simple estrella fugaz?
¿Fue nuestra solidaridad de los primeros momentos un ademán fingido y no un gesto verdadero?
¿Acaso los nombres de las regiones ucranianas que han sido arrasadas no componen un martirologio, sino un vals triste, una pavana?
¿Y qué pasa con las calles de nuestras ciudades y pueblos, teñidas de azul y amarillo, los colores del cielo y del trigo de Ucrania, donde se amasa el pan del mundo? ¿Será que eran como La calle Montorgueil, de Monet, o La calle Mosnier con banderas, de Manet, donde las banderas florecían en las ventanas porque la gente se había desentendido de la masacre de los comuneros?
Esa es la esperanza que alberga Putin.
Le imagino, en la fría calma de su dacha, contando los días y midiendo, con la precisión maníaca de un kagebeísta, el tiempo que tardará la opinión pública, abrumada de imágenes, en acostumbrarse al sufrimiento de los hombres que luchan, las ancianas agredidas y los niños que tiemblan.
Probablemente, Putin piensa que las democracias son frívolas, veleidosas y que basta con esperar.
Piensa, como Lavrov y Medvédev, esos pitbulls suyos que echan espumarajos de odio, que en Berlín, París, Roma, Washington o incluso en Londres llegará el momento en que los gritos horrorizados acabarán por acallarse y menguar, y que por fin habrá silencio.
Y sabe que ese día, si llega, será el momento en que la gente encontrará todas las buenas razones del mundo para mirar a otro lado cuando le aseste la estocada final a Zelenski.
Es justo ese cálculo suyo el que hay que frustrar.
Esa mecánica propia de los estados de ánimo y del hastío es justo el que hay que detener.
Porque si llega hasta el final, tendremos la señal de alarma para los hombres que, en Europa, viven y mueren en nombre de los valores europeos.
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Pero también será una señal de que los viejos europeos somos como la heroína de la obra maestra de Beckett, Los días felices, que, bajo su delicada sombrilla tenía las piernas, luego el torso, luego todo el cuerpo cubierto de arena. Al final sólo se le veía la boca, sede de una palabra o, mejor dicho, de un parloteo que se había vuelto más locuaz en tanto que las palabras que emitía ya no tenían sentido.
Desde Teherán hasta China, con las miras puestas en Taiwán, desde las huellas del antiguo Imperio otomano hasta las de un califato que espera renacer, observamos ese mismo espectáculo.
En este punto de inflexión nos aguardan todos los reyezuelos que sueñan con acabar con lo más noble, universal y bello de la predicación europea.
Es ahora o nunca. O bien desanimar a esos déspotas manteniendo hasta el final nuestro compromiso con el pueblo ucraniano. O bien reconocer que hemos autorizado nuestro propio desmoronamiento moral, nuestro hundimiento en la decrepitud del espíritu y un lento descenso hacia la muerte que afecta no sólo a los hombres, sino a los pueblos y a los regímenes.
Democracia o tiranía.
El regreso del valor o el viento de las alas de la imbecilidad. Ante el desafío de Putin, esa es la cuestión.