Hoy comienza, oh là là, el Tour de Francia y con él, el verano. El estío es una sinécdoque de La Grande Boucle, que se extiende como un gran puente de hierro durante el mes de los Sanfermines y las mareas de Santiago.
El ciclismo es el deporte romántico y literario por excelencia, ¡quijotesco! El único que se practica a lo largo y ancho de un país, extendiéndose como un chute en la sangre por la red de arterias y venas que componen las autovías, autopistas, carreteras y adoquines de una patria política.
La agonía televisada. Sísifo en bicicleta.
Le Tour destaca por encima del resto de competiciones ciclistas como se impone el Tourmalet sobre los demás picos pirenaicos. El maillot amarillo, durante 21 días, brilla al sol como la corona de los reyes que perdieron Francia en una guillotina.
La del país galo es la gran vuelta al hexágono que literaturizó Petrarca con su subida al pie al mont Ventoux. Lo hizo seis siglos antes de que Charly Gaul se impusiera a Bahamontes (el águila de Toledo) en el primer final en la cumbre lunar de la tremenda joroba provenzal.
Unos años más tarde, en ese mismo escenario, le reventó el corazón, entre anfetaminas y coñac, al británico Tom Simpson, que, como el rabo de una lagartija, siguió pedaleando en el aire mientras moría en la cuneta.
Más recientemente, Michael Houellebecq hace un homenaje implícito al Tour en una de sus mejores novelas, El mapa y el territorio. En ella, despliega la Guía Michelin sobre el capó de su Peugeot y nos pasea por la geografía gala. El de Sumisión, el genio de La Reunión, recrea veladamente una Grande Boucle a la inversa, saliendo de París y buscando refugio en los viñedos del sur, allí donde se quitó la vida nuestro héroe trágico Luis Ocaña.
El Tour es Montaigne y es Montano: observadores de prosa tranquila que filosofan con el esfuerzo ajeno desde su torre. O Guillaume Martin, autor de Sócrates en bicicleta, que hace lo propio con el suyo y el de sus compañeros de pelotón.
El ventilador que se acompasa con el "tocotocotocotocotoctotó" del helicóptero de carrera. La siesta que se interrumpe abruptamente por el brutal ataque de un diminuto escalador colombiano que dinamita la carrera en el Còlombiere. Las voces sempiternas de Carlos y Perico. Y, cómo no, de Javier Ares. Las crónicas de Carlos Arribas y Gómez Peña leídas en papel.
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Miguel Induráin parando los relojes de un país de pícaros y pericos que se detenía religiosamente a las 16:00 de la tarde para ver cómo un coloso navarro imponía la monarquía absolutista de Dunquerque a Pau y de Brest a Niza. Jalabert vestido de lunares como una folclórica de la montaña.
Lance Amstrong, ese Paco Sanz de los pedales, llevado Galibier arriba por su trineo de mastines del US Postal. El propio texano salvando por centímetros una caída (que le costó la carrera a Beloki) atajando por mitad de un sembrado.
Chris Froome ascendiendo al Tourmalet a pie mientras empuja la bici como un triatleta en transición. Las 21 míticas curvas de Alpe d'Huez (ay, la de los holandeses). Las gestas de los vascos en los Pirineos (Laiseka, Mayo, Samuel Sánchez) abriéndose paso entre la marea naranja y las ikurriñas.
La caída, ay, de nuestro Balica en el prólogo de Düsseldorf y el despiste de Delgado en Luxemburgo. Pogacar, con veintiún añitos, reventando en la crono de La Planche des Belles Filles a su compatriota, el saltador de esquí Primoz Roglic.
Y el himno de Dinamarca, desde donde el 1 de julio arranca esta edición, que suena cuando Alberto Contador sube a lo más alto del podio en los Campos Elíseos. Y ningún español que levante los brazos desde que lo hiciera Omar Fraile en 2018 en el Aeródromo de Mende.
Decía Paco Umbral que el poeta necesita plomo en las alas para poder escribir versos. A los románticos de las dos ruedas nos basta con plomo en los bolsillos.