Se va extendiendo el convencimiento de que Vladímir Putin, muy a su pesar, ha venido a salvar la democracia y la libertad después de unos años de dudas y escepticismo. Para que sea cierto, el primer paso debería ser devolverle a las palabras su sentido. Y, en consecuencia, su valor.
Nada de eso depende de él, sino de nuestra respuesta. Sólo un cínico podría pensar que Putin llamaba nazis a los ucranianos y a su presidente para recordarnos, con esa fina ironía que gastan los mejores pedagogos, que está muy fea esta costumbre que tenemos de la reductio at hitlerum. Para recordarnos que deberíamos dejar de acusarnos de nazis, de lazis, del retorno del fascismo, la derecha extrema o de la extrema derecha, de parecernos muy mucho a Joseph Goebbels o de ser la reencarnación del mismísimo führer.
Que no hay que banalizar estas cosas, vamos.
Pero por mucho que ahora nos creamos más demócratas que hace un par de meses, por aquello de no querer parecernos a Putin, no veo yo que Occidente y las democracias estén por la labor de frenar la devaluación de las palabras y, por lo tanto, de la democracia. Llevamos ya dos meses gritándole a Putin "¡y tú más!", y ahora hasta el presidente Joe Biden se ha atrevido a llamarle ni más ni menos que genocida.
Y estas son dos cosas de enorme gravedad. La acusación, claro, y que la haga el presidente de los Estados Unidos. Porque por mucho que intenten negarlo sus asesores, esta acusación tiene serias e inevitables consecuencias.
Por eso hay que ser muy precavido al jugar con estas palabrotas. Porque no es lo mismo decir que Putin es un asesino que decir que es un criminal de guerra o un genocida. Con un asesino se puede pactar, negociar, hacer la paz y hasta las paces. Pero con un genocida, no.
La acusación de genocida no es como cualquiera de esas otras que se lanzan a lo loco en una tertulia o en un Parlamento. La palabra genocidio no es un insulto ni un diagnóstico, sino una promesa.
No es ni puede ser la descripción ni la explicación técnica y fría de un politólogo o un historiador con prisas, sino el más serio y grave compromiso del líder del mundo libre. La promesa de hacer todo lo posible e incluso lo imposible (si es que lo imposible es posible) para parar el genocidio y para llevar a su responsable ante un tribunal, sea humano o divino. Y es, además, una de esas rarísimas promesas que un político no puede hacer ni incumplir impunemente.
En realidad, la acusación de Biden no es ni más ni menos que la promesa de una tragedia. Porque, por un lado, cumplirla es entre imposible y peligrosísimo. Y, por el otro, el precio de incumplirla es enorme.
No se puede tratar a Putin de genocida y dejarlo campar a sus anchas. Y no creo que sea sensato promover el cambio de régimen en Rusia sin estar ya avanzando hacia Moscú antes de que nos pille el invierno. No sé si Biden cuenta o puede contar con el apoyo de algunos oligarcas tiranicidas o con un golpe de Estado en Rusia, porque qué sabré yo.
Pero sí sé que no se puede acusar a Putin de genocida sin liderar al mismo tiempo una escalada bélica sin precedentes por aquello de que en esta Tercera Guerra Mundial ya todos, los buenos y también los malos, tenemos armas nucleares.
Y si no está Biden ni estamos nosotros dispuestos a luchar y morir (pero esta vez de verdad, no como en el Metropolitano), en una guerra contra el mal, entonces la acusación es, en sí misma, una irresponsable muestra de debilidad. Otra más. Tras la debilidad que mostró Barack Obama en Siria, dibujando sobre el mapa sucesivas líneas rojas que la sangre fue cubriendo una tras otra, o la más reciente que mostró el propio Biden huyendo de Afganistán como lo hizo.
Calculaban entonces que este era un ridículo puntual que pronto se olvidaría y que no tendría mayores consecuencias, pero aquí estamos.
Por si lo habíamos olvidado, estos días han venido nada menos que Will Smith y los amigos del Xokas a recordarnos que un hombre débil es más peligroso, para sí mismo y para los suyos, que un macho ibérico. Y en política internacional, nos lo están recordando Putin y Biden cada uno por su lado, la debilidad de los buenos es incluso más peligrosa que las armas nucleares en manos de los malos.