Soy de los que todavía piensan que para comprender una situación conviene echar la vista atrás. Incluso (ciencia ficción de momento) si mañana llegara una invasión extraterrestre y nosotros resistiéramos, los alienígenas deberían coger algún libro de historia, traducirlo en su Google, y conocer así nuestras debilidades.
En el caso de Ucrania, el río de arengas, análisis o hipótesis baja tan revuelto como turbio. "¿Y usted qué sabe de eso? No mucho, pero les voy a dar una lección". Digamos que los historiadores son los desaparecidos de la opinión general, encapsulados en compartimentos estancos, incapaces de competir con la demagogia que vende.
Así, sustituidos por voces, digamos, tan acomodaticias como estridentes, el público es reconfortado con efectivas simplicidades. Se mezclan aguas nerviosas, lodos ideológicos y, flotando, las otoñales hojas de la sensiblería. La muerte de los extraños, de los lejanos, en este caso los ucranianos, suele provocar tales cosas. El dolor es tan relativo y arrollador como la intención de discernir. Siempre el drama va adornado de álgidas gestualidades y los que antes eran buenos ahora son malos, o viceversa.
Ya ocurrió en Yugoslavia. Tarde o temprano, las contradicciones políticas de quienes se posicionan en uno u otro bando salen a flote. Como un espejo deformante. Vladímir Putin gustó a los republicanos anti Barack Obama. Luego a los seguidores de Donald Trump. Y en realidad debería agradar a quienes suspiran por el orden social, la autoridad y la confesionalidad del Estado.
Pero ahora se le ha asociado, por su criminal acción, a la reminiscencia estética de la URSS, metáfora que yo he defendido aquí con el fin de satirizar la posición de Unidas Podemos respecto a la invasión de Ucrania.
En realidad, lo que están haciendo los rusos debe leerse en clave nacionalista, porque la URSS resulta hoy tan imposible como antagónica. Rusia no puede ofrecer al mundo una idea fuerte, exportable, el marxismo. La Guerra Fría fue cultural y atómicamente disuasoria. Mas la dinámica de su política actual pasa por el nacionalismo, que en el fondo se ve enraizado en el control del gas y el dominio de Eurasia. Es decir, en no perder (o incluso ganar) influencia allí donde se libra una ya larga y profunda guerra energética.
Tampoco China, de la que se dice podría ayudar al Kremlin con armamento, tiene la capacidad de exportar su comunismo de partido único. Los rumores hablan de una invasión de Taiwán, nación insular a la que Estados Unidos armó en 2010.
Así, tanto en el lejano oriente como en la vieja Europa, la dinámica de las tensiones puede sólo entenderse en clave nacional y populista. Son movimientos articulados en torno a la competencia por los recursos y su consiguiente ganancia de peso e influencia.
El mundo está revuelto, todas estas cosas son consecuencia de la posguerra fría, aquellos pocos años felices en que, una vez vencido el comunismo (desaparición de la URSS en 1991), Estados Unidos soñó con un sistema mundial de liberalismo político. Esas expectativas quedaron rotas, como hoy se desvanece la posibilidad de una Ucrania dentro del club de la Unión Europea. No digamos dentro de la OTAN, muy debilitada.
Expuestas las obviedades, las vitales dinámicas históricas de las grandes potencias que Paul Kennedy analizó hace ya algunas décadas, los corazones en Occidente laten por los ucranianos masacrados bajo las bombas del malvado Putin. Hay autobuses de voluntariosos europeos que se dirigen a Polonia para ayudar a los desplazados.
Son excelentes noticias para la humanidad. También de las tierras del autócrata Vladímir huyen algunas elites, temerosas de una represión interna.
Mientras, en España, y exceptuando a una porción "pacifista" de Unidas Podemos, el consenso antirruso reúne a extraños compañeros. El nacionalismo ultramontano catalán ve paralelismos entre la invasión de Ucrania y la "represión" del referéndum indepe del 1 de octubre.
Ha desaparecido de la actualidad la pandemia e, incluso, la inflación galopante queda marginada por el morbo de una Kiev bañada en sangre humeante. O por los apocalípticos que auguran una Tercera Guerra Mundial y se quedan tan anchos.
Si el conflicto se enquista, los muertos irán engrosando el ejército de olvidados, como aquellos de 2014 en las provincias rebeldes (Donbás) que la artillería ucraniana atacaba. Pero no habrá una segunda Guerra Fría, vistos los fracasos estadounidenses (Libia, Siria, Afganistán) y la extinción del marxismo-leninismo como alternativa al capitalismo.