Llueve mucho en París. Como para morirse del aguacero. Igual que César Vallejo, pero en sentido literal. El buquinista del Sena, el único que ha abierto en esta tarde de tormenta, protege sus criaturas con una lona de plástico. Lleva un impermeable verde, en forma de poncho. Los libros le salen por los costados como si fuera un centauro de papel; mitad novela, mitad hombre.
Azorín, que recorría los puestos del Sena hasta “emborracharse”, tenía que pararse en un puente a descansar. Desde donde se sentaba, oteo ahora un París ceniciento, envuelto en cortinas grises, subrayado por todas esas casetas metálicas verdes que llevan acogiendo libros viejos desde hace cientos de años. Las cifras oficiales hablan de tres kilómetros de librería, 300.000 ejemplares exhibidos.
Le pregunto al buquinista por libros en castellano. Me dice que no tiene nada, que eso no le sería rentable y que los franceses, igual que todo el mundo, cada vez compran menos libros. “Los mejores son los americanos, que vienen aquí y se los llevan sin saber lo que es; para decorar”, añade.
Mira muy adentro, con ojos verde oscuro, como lucen los ríos en verano. Al despedirse, grita: “¿Español? ¡Tranquilo, no es tan grave!”. Estoy tentado de responder, de remontarme a la guerra de 1808, pero luego lo entiendo: él sigue hablando de libros.
Caigo en la cuenta mirando el escaparate de las librerías de Saint Michel. Los libros franceses suelen seguir este patrón: cubiertas blancas, el nombre del autor en granate o azul. Sin ilustraciones, sin dibujos histriónicos. Así luce, por ejemplo, la última novela de Houellebecq. Los editores saben, supongo, que no necesitan seducir al lector con el envoltorio, que irán a por ella pese a su sobriedad.
Sólo así es posible que los malecones del río estén inundados de libros y de galerías de arte. Lo discurro ya a cubierto, sentado en una de las camas de Shakespeare & Co, la librería que evoca a los autores de la generación perdida; un lugar donde puedes alojarte a cambio de trabajar unas cuantas horas. Hay un hombre tocando el piano, muchos turistas y un gato al que está “prohibido alimentar”.
Francia también tiene muchas taras: el auge de los extremismos políticos, dificultades para mestizar la convivencia, las mesas demasiado juntas en los restaurantes, la fuerza de los antivacunas… Por eso sería estúpido escribir al dictado de este paseo deslumbrante por París, donde cualquier plaza, cualquier puente, cualquier esquina, es motivo para creer en la civilización.
Pero sí conviene hacerlo a lomos de su amor por la literatura, que es un amor que late en el corazón de sus gentes y, sobre todo, en el de sus calles. Cuando deja de llover, camino hacia Montparnasse, a cuyos pintores cantaba Joaquín Sabina. Voy con mi libreta, con los ojos sumergidos en ingenuidad, bañados en blanco y negro, intentando atisbar escritores en todos los rostros.
La mía también podría ser, pienso, una generación perdida. Entro en La Coupole con algo de vergüenza. Es la hora de comer y no tengo intención de hacerlo; sólo quiero mirar. Intento pasar desapercibido, pero me detiene una camarera en cuanto doy el primer paso. Educadísima, me ofrece una mesa. “Disculpe, soy periodista, me gustaría pasear, tomar alguna fotografía”. Pienso que va a despacharme o que va a obligarme a esa consumición tan española, pero rebusca en un mostrador, me regala un folleto explicativo y… ¡me da las gracias por la visita!
A La Coupole fueron primero Sartre, De Beauvoir y compañía. Después, en busca de ese recuerdo, llegó Mario Vargas Llosa, que se premiaba con unos “huevos a la nieve” tras terminar el artículo. Allí miraba, como miro yo ahora, un poco escondido, al gran Giacometti. El mapa da cuenta de las pinturas que adornan cada columna.
Un poco más adelante está La Rotonde, que es más pequeño, más rojo, más festivo. Con asientos más cómodos, acolchados. Es tan rojo que lleva a otro tiempo. El camarero también acepta de buen grado la visita. Como los reservados están vacíos, también los ofrece para las fotos. Aquí se exiliaron, literariamente, Unamuno, Rubén Darío y los Machado.
Le Dôme, cruzando el paso de cebra, era el refugio de los pintores. Resulta muy caro y está lleno de ostras. No sé si entonces ocurriría lo mismo o si la escalada adquisitiva refiere el fantasma de la gentrificación. Hace poco entrevisté en Madrid a Bryce Echenique, que me habló de las buhardillas del Barrio Latino. También me lo contó Vargas Llosa. Era un París al que se podía llegar con una máquina de escribir y una libreta entre los dientes. Hoy, con esas armas, como mucho, puede encontrarse una buhardilla… en la banlieu.
¡Cómo sonríe Dalí en las fotografías! Supongo que la llamada “grandeur” también tiene que ver con saber cuidar el pasado. No hay café en París que no rinda homenaje a los escritores que lo frecuentaron. En La Closerie des Lilas, el bar americano parece haber sobrevivido al siglo XXI. Hemingway saluda en las fotos todavía con el pelo negro y el bigotillo fino. El pianista dibuja esas melodías que necesitan la percusión del vaso con hielos.
Para llegar a Sacré Coeur, me refugio en varias iglesias. Todas muy grandes, casi todas góticas. Con órganos enormes, de madera oscura y tubos plateados. La entrada es gratis, como jamás sucede en España. Y uno puede refugiarse de cualquier cosa junto a los confesionarios, como en una novela de Dumas.
Ahí está, ¡por fin!, la colina de Montmartre. Ya es de noche y empieza el juego de Midnight in Paris, la película de Woody Allen. Me adelanta, sobre el adoquín, un coche muy antiguo. Se me ha roto el paraguas. La lluvia empapa el abrigo. Cierro los ojos muy fuerte. Ya nadie lleva abrigos, todo el mundo viste sombrero. Ya nadie lleva auriculares, todo el mundo viste gabán. Han resucitado los compradores, ¡todos!, de los libros del Sena. Y han resucitado… quienes los escriben.