Algunas de las últimas palabras que dijo Francisca Gálvez, La Francis, mi abuela, desde la cama del hospital antes de morir, fueron “voy a hacer un gazpachuelo”, “Emilio, el viernes tienes médico a las nueve y cuarto, ¿te has tomado las pastillas?”, o “Lorena, el lunes te hago unas albóndigas como las que le hice a tu hermana y te las llevas a Madrid”. Pero ese lunes murió y se llevó consigo muchas cosas, como los mejores años de nuestras vidas, como una niñez mía que fue silvestre y azul, regando con ella sus macetas en el campo en un tiempo en el que el mundo aún era un verano largo; una casa grande llena de jazmines donde picar tomate con ajito y comer huevos fritos con pan y montar cabañas en un remolque. Con mi abuela no se ha ido una mujer: se ha pausado un símbolo, se ha acabado una era. Qué desnorte ahora. Qué falta de brújula. Qué desmembramiento, qué sinvenia.
Unas semanas antes de que se marchara en cuerpo -el cuerpo es una cáscara: ahora está en todas partes- me llamó para pedirme que le hiciera una entrevista porque quería contar su vida y dar las gracias por lo bueno, por lo bello. Cuando la tuviera escrita, me dijo, la imprimiríamos y la repartiríamos estilo circular interna para su tribu amada, para su clan de matriarca irrepetible. “Abuela, es que tu vida es la hostia”, le contesté yo, quitándole hierro al asunto mientras me secaba en el espejo el rímel corrido, silencioso. “Si la gente ahora hace biografías con cuarenta años, tía. Pues tú también puedes hacer una, yo te ayudo”, la animé, para que aquello no sonara a despedida. Era imposible que fuese a morir la mujer más fuerte del mundo.
Me sentí honrada de que me lo pidiera a mí, porque yo tuve la oportunidad de vivir de escribir y ella fue analfabeta; y volvió a hacerme gracia que siempre contara por ahí que su nieta hacía “cosas muy importantes” en “un sitio muy importante” del que nunca recordaba el nombre, y entendí rápidamente que esa iba a ser la entrevista más valiosa de mi vida. Cogí un tren a Málaga y le hice preguntas durante tres días: no había manera de sacarle un titular a la tía, no quería reseñar los dolores, el sacrificio, la pobreza, las fatiguitas, no pronunció ni una sola palabra mala sobre nadie, porque, como siempre decía ella -humanista incorregible y cristiana de pro- cuando nos poníamos criticones, “tó’ el mundo es bueno”. Y no hay más que hablar. “Tós’ callaos, ¿eh?”. Por supuesto. Y nos metía un bocadillo de salchichón en la boca.
Me dio vértigo darme cuenta de que mi abuela me pedía eso, con su dignidad bestial -nunca una queja, nunca una flaqueza-, porque sabía que iba a morir, como lo sabíamos todos sin decirlo jamás en voz alta, y hace rato que vivíamos ya en el tabú y en el tiempo de descuento mientras esperábamos un milagro rezándonos lo que sabíamos.
El milagro en verdad -no lo entendimos hasta ahora- había sido ella misma y su vida entregada a los demás. El milagro siempre fue su bondad desarmante en un mundo de buitres, su poderío descomunal, su modo salvaje de echárselo todo a la espalda: no hay veinte hombres juntos que tengan la fuerza de Francisca Gálvez, que fue niña de Loja sin muñecas y sin escuela, que hizo de segunda madre para sus once hermanos, que se enamoró de su primo siendo una cría y lo guardaron mucho tiempo en secreto y hubo meses largos donde no pudieron ni verse, “pero yo le escuchaba de lejos en el campo cantar coplillas mientras iba a coger remolachas, y eso a mí me bastaba”.
Otras veces lo veía echar un baile con otras chavalas en las verbenas de los pueblos -“para disimular”, se defiende él- y se ponía rabiosa, pero cuando el panadero pasaba por su casa y le prestaba la radio, descubría que Emilio siempre le había dedicado una canción a ella. Nunca más se separaron. Fueron un equipo mítico, una dupla de una pasta que hoy ni soñamos: más cómplice, más feroz, más leal, más profunda, más larga que el tiempo y la muerte.
Una no sabe nada del amor, absolutamente nada, hasta que su abuela le cuenta que se quedó embarazada de su abuelo y se fugaron con lo puesto haciendo autoestop dirección Málaga, como dos niños enamorados y valientes de las películas del cine quinqui, sólo que mucho antes. Allí curraron como mulos hasta que pudieron ahorrar algo y montar el histórico restaurante Los Villares, que hoy sigue en pie porque es un templo.
Mi abuela: más de medio siglo sin quitarse el delantal, dándole de comer al barrio entero. Más de medio siglo sin lamentarse por las quemaduras del aceite hirviendo en las manos. Mi abuela y su ejército de cocineras que fueron amigas, mi abuela y su ejército de camareros que fueron casi hijos, -aunque parió cuatro a los que protegió siempre como una pantera negra y hoy no saben qué hacer sin ella, apenas cómo volver a andar-.
Mi abuela y sus diez nietos -claramente sobrealimentados por sus croquetas-. Mi abuela diciendo “lo primero es la salud” cuando llevábamos notas regulares. O “¿el mejor de los hombres? Colgao’ de un pino” cuando a las niñas nos rompían el corazón. Mi abuela: ni un solo enemigo. Mi abuela con su buen hacer, con su apañarse con poco, haciendo cuentas imposibles y callando a los economistas.
Mi abuela siendo la madre de todos, mucho de los fuertes y más de los desarrapados, el ángel de la guarda en tierra de los malas cabezas de calle La Unión. Fueron todos a llorarla a su velatorio, todos: se me hicieron centenares, tan distintos y agradecidos en cola infinita, redondeando su leyenda de hembra con costuras de santa, como en el funeral de Big Fish. Dónde está su monumento.
Me acuerdo de cuando me operaron el año pasado y del pánico hipocondríaco me arrolló la depresión: a ti ya te habían diagnosticado el puto cáncer y me llamaste ¡para darme ánimos tú a mí! Me dio vergüenza, abuela. Me dio vergüenza no parecerme a ti. Sé que nos dejas la savia mejor: a este lado vamos a predicar con tu ejemplo. Vamos a cuidarnos como tú lo harías. Tu clan se mantiene fuerte y te extraña con todo el alma. La verdad es que si tenías poderes mágicos aquí abajo, no me quiero ni imaginar allí arriba: se abre la veda de los milagros. Yo ya anoto las señales. Qué suerte manejan ahora Dios Padre y San Pedro, reina. Ya huele a huevos fritos en el cielo.