El texto proviene de una inscripción descubierta en 1959 en Trecén, en el Peloponeso, y por eso recibe el nombre de decreto de Trecén. Hay dudas sobre su autenticidad, o mejor dicho sobre que se practicara en la época a la que alude, el verano del año 480 a.C., en vísperas del ataque del inmenso ejército persa de Jerjes sobre Atenas. Recoge, supuestamente, el decreto que aprobó la asamblea de la ciudad para hacer frente al invasor, a instancias de Temístocles. Al margen de que la inscripción en sí pueda deberse a elaboración propagandística posterior, hay una parte que responde en esencia a la realidad de lo acaecido.
Tras referirse a la evacuación de ancianos, mujeres y niños, como en efecto se llevó a cabo, el texto prescribe lo que ha de hacer y finalmente hizo el resto de los ciudadanos: "Todos los demás atenienses y extranjeros en edad militar deben embarcar en las doscientas naves que han sido aparejadas y combatir al bárbaro por su propia libertad y la del resto de los griegos".
Con esos doscientos trirremes aparejados por la polis, y servidos como remeros y como epibatai o soldados de a bordo por sus ciudadanos, Atenas fue decisiva para la derrota de los persas en la batalla de Salamina, que sostuvo frente a la codicia de Jerjes la independencia de los griegos. Alguien afirmó en su día, haciendo referencia a este acontecimiento histórico, que un pelotón de soldados era en las ocasiones cruciales lo que salvaba la civilización. La frase, que dio lugar a alguna interpretación desafortunada y a una exitosa y sugestiva novela, Soldados de Salamina, de Javier Cercas, encierra una grave inexactitud, al menos si se la interpreta bajo un prisma contemporáneo.
Los que salvaron la civilización en Salamina no fueron unos soldados, sino el conjunto de los ciudadanos libres atenienses que aceptaron el deber de servir como tales, a fin de salvar a su ciudad y preservar sus leyes y sus libertades y las de los griegos, como recuerda la inscripción de Trecén. No está de más anotar que la obligación de sacrificarse en defensa de la comunidad formaba para los atenienses parte indisoluble de la condición de ciudadano: para merecerla, Platón o Sócrates, antes de dar a luz sus filosofías, arriesgaron sus pellejos como hoplitas o soldados de infantería pesada, costeándose las armas de su bolsillo.
Ahora parece que damos por hecho que la defensa de la ciudad, de la comunidad de la que formamos parte, la asumen en exclusiva aquellos a los que pagamos por ello. Los militares en el caso del eventual enemigo exterior, los policías en el caso de la delincuencia, los sanitarios frente a la enfermedad. A los demás no se nos exige nada más que pagar los impuestos —cosa que hacemos de mala gana y muchos hurtando al fisco cuanto les resulta factible—. De modo que cuando llega una pandemia, y nos arrebata a cuarenta o cincuenta mil conciudadanos y nos deja exhaustos a los defensores, todo lo que estamos dispuestos a hacer es confinarnos mientras nos multan por salir y una vez que las multas desaparecen volver a la juerga como si nada.
Pero he aquí que el coronavirus es como el persa, un feo enemigo capaz de desbaratarnos y que asoma ya los dientes en su segunda oleada, mientras seguimos de fiesta, renegando de la mascarilla y exigiendo ante los jueces el sacrosanto derecho a fumar a menos de dos metros de otro —fume o no, le guste o no— e incluso, los que tienen esa afición, a irse de putas.
Así vamos, directos al desastre. Necesitamos un Temístocles que asuma con pulso firme la responsabilidad y una asamblea que se conjure por el bien común; pero también una ciudadanía que entienda lo que le toca y ocupe su puesto en el trirreme.