La vuelta al cole invoca todos los temores aparcados en este corto verano de la anarquía.
El miedo a los contagios en el vivero de las aulas no se compadece con la promiscuidad tumultuosa que hemos visto en playas y terrazas. Tampoco con la evidencia de que el virus se extiende antes espoleado por el relajo que bajo la disciplina de hábitos que se presupone a los colegios. Pero el miedo es muy libre de parasitar la porción de irracionalidad con que cada cual abona su pánico.
La sensación de vulnerabilidad crece a medida que aumentan las víctimas de la epidemia. También porque fue el cierre de los colegios, que ahora abriremos, lo que inauguró este espanto. Lo que cabe preguntarse, una vez constatada la naturaleza olvidadiza y timorata del ser humano, es qué se puede hacer para convertir el recelo en aliado y no en verdugo.
Podemos minimizar el riesgo, pero no eliminarlo mediante conjuros. Es en lo que parecen entretenerse notables dirigentes y aspirantes cuando ponen el acento en la necesidad de tener un solo protocolo de inicio del curso. La ciudadanía merece claridad, confianza y seguridad aunque sea de boquilla, pero dado que el nuestro es un Estado descentralizado y las competencias están transferidas, no hay ninguna razón para que los gobiernos autonómicos no asuman su responsabilidad y se impliquen como es debido en dar cuenta de las medidas que sin duda ya han previsto de cara a septiembre.
El protocolo elaborado por la Comunidad Valenciana y las pautas desgranadas por los gobiernos de Galicia, Madrid, Cataluña o País Vasco abundan en las recetas conocidas de profilaxis, de tal modo que el debate vuelve a situarse en el ámbito oneroso de los recursos y su distribución. En verdad, el quid de esta pandemia es la constatación tozuda de que el virus golpea más fuerte allá donde los estados del bienestar son más débiles.
La falta de material sanitario, la tragedia de las residencias y el colapso de los hospitales que padecimos en los meses luctuosos de marzo y abril fueron consecuencia de un proceso de descapitalización de nuestro estado del bienestar que hunde sus raíces en la mística neoliberal, cuya raigambre e inercia en Europa y España agravó inmisericordemente la Gran Recesión de 2008.
El debate que importa vuelve a ser pues el de la distribución de la riqueza. Nuestra capacidad defensiva frente a este virus y cuantos puedan llegar en el futuro la dirimirán el número de sanitarios y hospitales por habitante, el grado de medicalización de las residencias y las ratios de profesores y aulas por alumno, no la plasmación de ningún protocolo. Ni hay talismanes frente a la aridez del mundo.