La revista Time ha nombrado Persona del Año a Jamal Khashoggi, el periodista descuartizado vivo por encargo del príncipe heredero saudí. Por primera vez en los 92 años que el semanario estadounidense lleva concediendo este prestigioso galardón, el reconocimiento se dirige a alguien que ha muerto.
Es verdad que los premios o menciones a los muertos, en este caso a los asesinados, rara vez provocan una reacción que se eleve por encima de un simbolismo tan ilustre como inútil, por muy enérgico que se manifieste. Además, desde el otro mundo -si lo hay- poco se puede disfrutar, una vez superado el horror que desbarató la existencia.
Cuando le preguntaron al músico y activista Frank Zappa, ya muy enfermo, cómo le gustaría que le recordaran, dijo que le daba igual. Quienes no creen más que en la vida terrenal carecen de ambiciones celestiales y también de ilusiones sobre su legado.
Pero, a veces, una vida, una muerte o, mucho más, un martirio, podría generar cambios fundamentales. El de Mohamed Bouazizi, que se quemó a lo bonzo en Túnez por la corrupción y el abuso de la policía, que le había confiscado su carrito de venta ambulante de fruta, los provocó. Su inmolación acabó con el dictador del país –que antes tuvo la vergüenza de visitar al joven en el hospital, vendado de pies a a cabeza-, y dio comienzo a una Primavera árabe que ha tenido asombrosas y notables consecuencias, no todas deseables y no todas las que serían necesarias.
Pero en todo caso resulta evidente que Mohamed bin Salmán es mucho más poderoso de lo que fue Ben Ali, a pesar de que este dirigió su país 23 años. Que la CIA disponga de una grabación que acusa al heredero saudí de ordenar que se silencie a Khashoggui no es, al parecer, suficiente motivo para que Estados Unidos defenestre a Arabia Saudí o rebaje su posición de aliado estratégico. Pero es cierto que la resolución del Senado norteamericano que culpa al heredero del asesinato y pide explicaciones a Riad ha generado una vaga pero cierta satisfacción entre quienes exigen que se depuren responsabilidades.
El columnista del Washington Post se incorpora a una lista que incluye a Churchill, Martin Luther King, Lech Walesa, o John F. Kennedy. Él representa a todos aquellos que Time llama “los guardianes”: los periodistas que cada año pierden la vida, o los torturan, o los humillan, por defender los principios de la libertad. Sin ellos, quién lo duda, el planeta sería un lugar peor.
Hasta la primera semana de diciembre, la revista ha contabilizado la muerte de 52 periodistas, todos asesinados mientras hacían su trabajo, o cuando iban a hacerlo. Mientras en papel van desapareciendo y su influencia en la red se va diluyendo por culpa del poder de Facebook, los diarios de aquí y de cualquier otro lugar se vuelven cada vez más necesarios, en cualquier formato, para defender la libertad. Para luchar contra el abuso, o la tentación misma, de quienes gobiernan las naciones.
A Khashoggi lo mataron con toda crueldad en una delegación diplomática a 3.000 kilómetros de su país y a 8.000 de Washington, la capital de la nación en la que se había exiliado. Imaginen lo que les ocurriría, no solo a los periodistas, si no hubiera quien tuviera la valentía de denunciar a los dictadores, a los asesinos. Si no hubiera periodistas que poseyeran, como el articulista saudí, el coraje de jugarse la vida para proteger las de los demás.