No pertenezco, ni por edad ni por ideología, a ese grupo de jóvenes de entre 18 y 35 años reacios a la Constitución en porcentajes cercanos al 70%. Además, soy minoría entre mis paisanos regionales porque pertenezco a ese escaso 17,4% de catalanes que hoy votaría sí a la Carta Magna. Tanta minoría soy que sólo abrigo malas intenciones para ese 57% que dice que votaría no: a diario deseo que algún día vivan en el país prometido por sus líderes.
Yo no voté la Constitución. Ni siquiera la había leído hasta que empecé los estudios de Derecho y me obligaron a aprendérmela de memoria, que es como se aprenden las cosas importantes. Pero ajeno como soy a su gestación y aprobación, y a pesar de lo lejos que me caen sus primeros logros, sí me dan las neuronas para respetar y hasta admirar la gesta que supone construir un Estado de derecho sobre ese vertedero de rencores acumulados tras una república frentepopulista de cinco años, una guerra civil de tres y una dictadura de treinta y seis.
No hay mejor remedio para el virus del desprecio a la Constitución, en fin, que imaginar a Pablo Iglesias, Arnaldo Otegi, Pedro Sánchez y Oriol Junqueras en las sillas de Gabriel Cisneros, Miquel Roca, Gregorio Peces-Barba o Jordi Solé Tura en 1978. Si hoy vivimos en un Estado de derecho es precisamente porque los Iglesias, Otegi, Sánchez y Junqueras de la época tuvieron la deferencia de mantenerse a una distancia prudencial del texto que iba a dejarlos atrás a ellos y a sus rencores africanos.
Que la España de finales del franquismo no era la misma que la España de 1945 es una obviedad para cualquiera con dos o tres libros en las estanterías. Pero también es cierto que Europa nos llevaba en 1978 diez o quince años de adelanto. Los españoles no nos convertimos en daneses veinticuatro horas después de la aprobación de la Constitución, ni puta falta que nos hacía, pero sí nos sacudimos de encima el tradicional polvo de excepcionalidad histórica con un entusiasmo digno de envidia: sólo dos años después del nacimiento de la democracia, Pedro Almodóvar filmó la primera lluvia dorada de la historia del cine español en Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón. Los vascos nacionalistas continuaban matando y los catalanes nacionalistas maquinaban ya su futuro golpe de Estado, pero en el resto del país la inmensa mayoría de los españoles había integrado la democracia en su ADN ideológico como si esta llevara décadas retozando en el Congreso de los Diputados.
Es ahora, cuarenta años después de aquello, cuando un puñado de alborotadores de facultad de letras, empapados de nostalgia por una lucha contra el dictador que jamás se desarrolló en los términos peliculeros que ellos creen, calientan las butacas de las instituciones con el único objetivo de convencernos de que todo aquello fue una farsa.
Y ahí andan ellos, llamándonos plebeyos, crédulos y pánfilos a los ciudadanos españoles. Diciendo que ni somos europeos, ni esto una democracia, ni el Congreso un Parlamento sino un teatro de marionetas patrocinado por el Rey, la banca y el Ibex. Que los jueces nadan en estiércol y los políticos se duchan con moho. Que seguimos siendo los mismos españoles chaparros, antiestéticos, ignorantes y oprimidos de 1978. Que todo ha sido un engaño. Que vestimos mal, olemos peor y pasamos hambre. Que follamos poco, mal y machista. Que pegamos a nuestras mujeres y veneramos la cultura de la violación. Que las noruegas se ríen de nosotros por cuñados y pollaviejas. Que odiamos a los homosexuales por maricones, a los catalanes por catalanes y a los marroquíes porque nos roban nuestras mujeres y las tratan con más delicadeza. Que votamos mal y facha porque llevamos el estigma del franquismo en la sangre. Que lo que nos hace falta a los españoles son cuatro hostias bien dadas. Que esas hostias nos la van a dar ellos porque tienen a los jóvenes. Que esas hostias van a alumbrar una nueva sociedad porque así lo dictamina el significante histórico popular hegemónico irradiado. Y que todo será por nuestro bien porque una vez promulguen su Constitución paritaria, feminista, igualitaria, republicana y popular, todos comeremos tres veces al día. Barro, concretamente. Pero tres veces al día.
La Constitución es un espejo. Cada español ve en ella su propio reflejo. Y el de Podemos da miedo.