Aquí, en mi barrio, lejos del Madrid turístico de gorros de papá Noel y belenes de plástico, los vecinos nos saludamos por la calle, nos tomamos la tensión en la misma farmacia y hacemos cola en el sitio de los pollos asados. A veces me llevo medio y la otra mitad, el del portal derecha. ¿Puede haber algo más conciliador que eso?
Hay imágenes que me devuelven al pueblo, como escuchar al tapizadooooooor subiendo por la calle. Un poco más allá, el camarero, el kiosquero y la peluquera castiza, una que fuma apoyá en el quicio de su negociado. Una vez entro en Dos de Mayo, bajando por San Andrés, me tropiezo con el horno, la terraza que invita a sentarse y el jardín de los niños. Los adolescentes se apoyan en el murete con las pipas y los móviles nuevos, de carcasa reluciente y cámara doble con la que hacerse retratos de bloguero. Nos reíamos pensando que éramos modernos en los ochenta y estos se ríen ahora de nosotros, como un bucle eterno, en el que todos siempre nos burlamos de los mayores. Al joven, en la cresta de la ola, siempre le parece que nunca cumplirá años como esos tullidos que ya tienen tripa y entradas. Por eso, nosotros, sabiendo que se equivocan, miramos con emoción y envidia la espuma de sus días.
Queridos, yo flipé con la Princesa Leia, la verdadera, la rebelde, la guerrera, la de los moñetes, la fallera sideral; no me vengáis con sucedáneos. Lo nuevo ya es viejo. Tan viejo que ya hay camisetas impresas pasándose de moda. Me atrevería a afirmar que ahora todo caduca muy pronto y que andáis (o andamos) con la mirada en el ordenador como si fuera una máquina del tiempo. Digo más, todo lo que nos rodea son reposiciones o miradas al pasado. Yo diría que, más que un cierto y constante olor a pasado, lo que hay ahora es una ausencia de presente. Los nuevos adolescentes alucinan y tuitean con OT 2.0, como sus padres lo hicieron con Rosa; los creciditos nos lavamos la cara con la nostalgia de Stranger Things, que es una mezcla de Los Goonies y ET; otros con la pulidísima y perfecta The Crown que tiene por prota a una reina y un palacio. Andamos así desde Mad Men y el Ministerio, visitando el ayer. Y todos los locales de moda, esos por los que voy pasando mientras escribo esto de memoria, tienen una decoración retro, luces indirectas, jarrones desportillados, sillas de nea, mesas de madera gastada con marcas de vasos, suelos hidráulicos y puertas sacadas de Fortunata y Jacinta. Oh, Galdós. No pasas de moda. Míranos.
La única diferencia es que las madres del mundo han dejado de llamar a los hijos desde la ventana. “Joseeeeeee, sube pa’rriba”. Ahora, esos chavalitos que están en el murete de Dos de Mayo con una camiseta de Carrie Fisher –si supieran- reciben una alerta en el móvil. La pantalla se ilumina. Y fingen que no lo ven, cuando en verdad no han soltado el aparato desde que empecé a escribir esto con una caña. “Ya subo, papá”, teclea uno. Ya sube.