Seguro que gran parte de los espectadores de 'El Objetivo' compartieron el miércoles el respingo de Ana Pastor, cuando dije que el 2 de mayo se produjo "un punto de inflexión en la legislatura", equivalente al que supuso la foto de las Azores el 16 de marzo de 2003 o al que supuso el plan de ajuste de Zapatero el 12 de mayo de 2010.
Enseguida aclaré que no estaba equiparando desde un punto de vista sustantivo la rueda de prensa de Bolaños y la ministra portavoz con aquel gesto de Aznar en apoyo de la invasión de Irak, ni con el bandazo económico que incluyó la congelación de las pensiones y la rebaja del sueldo de los funcionarios. Tampoco homologaba el inaudito anuncio gubernamental de que Sánchez había sido espiado con el drama geoestratégico que se incubó en las Azores ni con las múltiples pesadillas familiares que iban a producir los recortes.
Mi analogía se restringía —y no es poco— a la identificación de una encrucijada política, en la que un presidente del Gobierno toma una decisión rotunda que desencadena un descontrolado efecto dominó del que ya es incapaz de sustraerse en el resto de la legislatura.
No es casualidad que en los tres casos estemos hablando de algo que sucedió en el tercer año de un segundo mandato. Aunque el primero de Sánchez no se derivara de las urnas sino de una moción de censura, el desgaste de los metales, el estrés del ejercicio del poder en el contexto del 'pacto del insomnio' es desde luego aplicable, en lo que a la pérdida de la calidad de la toma de decisiones se refiere.
También es cierto que Zapatero tuvo mucho menos margen para elegir que su antecesor y que el hoy líder socialista. Pero eso es secundario. Lo esencial es la percepción de que hay jornadas que sirven de gozne entre distintos momentos históricos y que en mi opinión acabamos de vivir una de ellas.
El Gobierno cree que si logra completar la legislatura nadie se acordará del escándalo del espionaje, cuando los ciudadanos acudan a las urnas dentro de año y medio. A mí me parece en cambio que las implicaciones de lo ocurrido irán impregnando el devenir de los próximos meses hasta crear una tendencia irreversible. Por eso dije que, al entregar la cabeza de la directora del CNI, "Sánchez cree haber ganado tiempo, cuando en realidad sólo ha comprado un tobogán".
Puedo equivocarme. Después de tantos cisnes negros saliendo entre los juncos —la pandemia, el volcán, la guerra—, ya va siendo hora de encontrarnos con alguna sorpresa positiva. Es obvio que Sánchez apuesta por esperar esa ola imprevista, subirse a ella y remontar la actual tendencia al hundimiento para ganar unas terceras elecciones. Si la ve llegar, volverá a ser candidato e intentará seguir en la Moncloa.
El Gobierno cree que si logra completar la legislatura nadie se acordará del escándalo del espionaje
Pero incluso si eso ocurriera y el escenario evolucionara a su favor, por ejemplo, con el fin de la guerra de Ucrania o el descubrimiento de grandes yacimientos de gas en Europa, estoy convencido de que sus posibilidades de victoria y reelección serían menores de lo que lo habrían sido si el conejo que salió de la chistera el 2 de mayo hubiera sido una convocatoria de elecciones anticipadas.
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Mi premisa para llegar a esa conclusión no es que el Gobierno haya estado mintiendo sobre el caso Pegasus —como creen desde distintas ópticas amplios segmentos del electorado— sino que es posible que esté diciendo la verdad sobre los tres aspectos clave en cuestión.
Es más, partamos, a efectos dialécticos, de la base de que el presidente no supiera hasta hace unos días que se había espiado legalmente a Pere Aragonès y otros 17 dirigentes indepes; de que el descubrimiento de la infección de los móviles de Sánchez y Margarita Robles ocurriera en la noche del viernes y madrugada del sábado y no con anterioridad; y de que el cese de la directora del CNI estuviera por ende motivado por este fallo de seguridad.
Pongámonos en la imaginable reunión de emergencia en la Moncloa en la tarde del domingo 1 de mayo, con los informes del Centro Criptológico Nacional sobre la mesa y un puñado de ministros —Robles, Bolaños, Marlaska, Isabel Rodríguez…— abocados a decidir con el presidente, su jefe de gabinete Óscar López y el secretario de Estado de Comunicación Francesc Vallés si debían hacer público o no lo descubierto.
Parece de sentido común que la ministra de Defensa invocara la conveniencia de no erosionar el prestigio del CNI en vísperas de la cumbre de la OTAN y que los hombres del presidente apelaran al principio de transparencia, ponderando para sus adentros el riesgo de que terminara filtrándose algo que, entre técnicos y políticos, conocían ya al menos quince o veinte personas.
Es probable que ambas partes se equivocaran en algo: Margarita Robles en defender la continuidad de la directora del CNI contra viento y marea; los hombres del presidente en no percibir las detonaciones en cadena que iban a derivarse de la vinculación entre la divulgación del espionaje a Sánchez y el cese de Paz Esteban.
Desde la perspectiva de la responsabilidad política, ese era un elemento redundante y por lo tanto superfluo. Por ejemplar que hubiera sido hasta entonces su trayectoria, la suerte de la directora del CNI debía haber estado echada desde que se supo que los separatistas legalmente espiados habían descubierto la infección por Pegasus. Es decir, desde que se supo que su 'contraespionaje', coordinado por el tal Elíes Campo, con la ayuda de Citizens Lab y la Universidad de Toronto, había penetrado la red de seguridad de nuestro espionaje y obtenido las pruebas para montar un escándalo político.
El CNI había prestado un gran servicio al Estado al aportar los indicios suficientes como para que un juez del Supremo de acreditada integridad y probado discernimiento autorizara de manera motivada la interceptación de las comunicaciones de Aragonès y sus colegas. Pero el CNI había sido luego incapaz de proteger el secreto de sus actuaciones e incluso de detectar el operativo de denuncia puesto en marcha desde hacía meses, con tantas idas y venidas entre Toronto, Barcelona y Waterloo.
Los servicios secretos deben servir a la legalidad y preservar el secreto. Es cierto que en materia de ciberespionaje siempre hay alguien que te puede adelantar tecnológicamente, pero precisamente por eso el rasero de la exigencia de responsabilidades no puede ser tan laxo como por desgracia lo es en el resto de la vida pública. "Nos han pillado, haciendo lo que debíamos, pero nos han pillado", diagnostica un alto cargo. Y como precisa hoy en EL ESPAÑOL el exdirector de la Casa Alberto Saiz "eso es lo peor que le puede pasar a un espía".
Los servicios secretos deben servir a la legalidad y preservar el secreto
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Había motivos para cesar a Paz Esteban con todos los honores por no haber sido suficientemente eficiente en el operativo contra los independentistas catalanes que estaban incendiando Barcelona. Como los hubo y más flagrantes para haber cesado a Sanz Roldán por no haber descubierto las urnas del referéndum ilegal o no haberse enterado de los planes de fuga de Puigdemont.
Pero esa manera de agradecer los servicios prestados a la directora del CNI llevaba aneja una abierta censura de la conducta indigna de Aragonès en 2019 al coordinarse con los CDR en lugar de denunciarlos. Y una ruptura flagrante con Esquerra, pidiendo perdón a la ciudadanía por haber pactado la investidura y múltiples leyes con un partido de delincuentes y conspiradores contra el Estado.
Sólo así tendría credibilidad la tesis de que Sánchez no fue informado en su día de los manejos de Aragonès por la directora del CNI como era de rigor. Si se ha enterado ahora, debería ser ineludible reaccionar ahora, dando explicaciones no a los contumaces saboteadores del orden constitucional sino al conjunto de los españoles víctimas de esos sabotajes. Todavía le quedan la comparecencia en el Congreso y la desclasificación de los documentos oprobiosos para el hoy presidente de la Generalitat, pero su gran ocasión se frustró el 2 de mayo.
Cesar a Paz Esteban contra Pere Aragonès hubiera supuesto el final de la legislatura, la disolución anticipada de las Cortes y la convocatoria inmediata de elecciones generales. Habría sido un golpe de mano audaz que hubiera permitido al presidente comparecer como garante del Estado de Derecho frente a los tres populismos que lo corroen, sin dar tiempo a Feijóo a armar un proyecto equivalente.
Lo que está en juego es quién de los dos será Macron. Sánchez tenía estos meses más opciones, pero a medida que se acerque el próximo invierno de nuestro descontento, la balanza se irá inclinando a favor de Feijóo. El Sánchez audaz del "no es no" o la moción de censura se la habría jugado ahora: se ve que el poder le está haciendo más conservador y cauteloso.
Cesar a Paz Esteban contra Pere Aragonès hubiera supuesto el final de la legislatura
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El camino elegido de desvelar que los móviles del presidente y la ministra de Defensa también habían sido espiados implicaba 'preconstituir' un relato con la suficiente ambivalencia como para que el Gobierno desvinculara el cese de Paz Esteban de la vigilancia a los separatistas y estos pudieran exhibir a la vez su cabeza en la punta de una pica.
Por eso el debate parlamentario y el cruce de declaraciones están siendo la quintaesencia del diálogo para besugos: los socios del Gobierno claman por haber sido violados en un callejón oscuro y el Gobierno responde que es inadmisible que al presidente le haya fisgado alguien la cartera en pleno día. Entre tanto se va desplegando un atrezzo político —viaje de Bolaños a Barcelona, reforma de la Comisión de Secretos, compromiso de un cara a cara Sánchez-Aragonès—, que una vez más estimula el victimismo de los ofensores y transforma a los deudores en acreedores.
Sánchez prolongará así su tambaleante mayoría durante al menos diez meses, los que faltan para entrar en campaña municipal y autonómica, pero con este decálogo de costes:
1) El desprestigio del CNI en vísperas de la cumbre de la OTAN, equiparando ante la opinión pública actos legales propios de una democracia con actividades ilícitas de quienes actúan como enemigos.
2) El impulso de las sospechas de que Marruecos espiaba a nuestras autoridades mientras impulsaba la invasión de Ceuta por los asaltantes de la valla.
3) El subsiguiente alimento de la tesis de que Sánchez ha sido víctima de un chantaje al cambiar de opinión sobre el Sáhara.
4) La percepción de una loca espiral compensatoria para aplacar a Argelia que ha implicado la condena a muerte de un disidente precipitadamente entregado.
5) La investidura de Bildu con el disfraz de la respetabilidad de un partido responsable, capaz de salvar un paquete de medidas anticrisis.
6) El correlativo distanciamiento del PNV al percibir la fragua de una tenaza para desalojarle de Ajuria Enea.
7) El engorde de las expectativas del separatismo catalán de cara a la mesa de diálogo, en la que exigirán ser compensados por el espionaje.
8) El perjuicio a las ya mermadas posibilidades del PSOE en una Andalucía que ve a Otegi y Rufián como las más indeseables compañías.
9) La brecha abierta entre los dos puntales políticos en los que se apoya el actual Consejo de Ministros.
10) Las nuevas alas al sector antigubernamental del Gobierno, con Irene Montero tan segura como siempre en sus dislates: las bajas laborales ya no serán cosa de los médicos, sino de aquellas personas que digan que les duele. Empecemos con la regla, pero sigamos con jaquecas, lumbagos y migrañas.
Y cada día el estilizado y peligroso tiburón se verá obligado a sumergirse un poco más, a nadar en aguas más bajas, a acercarse a esas profundidades abisales de las que nunca nadie ha regresado jamás. Porque todos sus desplazamientos están basados en un equívoco estúpido de graves consecuencias políticas.
Una y otra vez se habla de los partidos que "sostienen" a Sánchez como si lo sujetaran por debajo como las andas de un paso de Semana Santa, el tráiler de un camión de mercancías o los integrantes de la "pinya" del más firme "castell" de Valls. Pero la verdad es la contraria. En la práctica es Sánchez, con todo lo que el PSOE representa, quien sostiene a una estrafalaria patulea de epífitos, epibiontes y equeneidas, peces rémora adheridos con ventosas a su espalda cual comensales de una mesa y mantel inmerecidas, que le obligan a soportar el peso del bochorno y la vergüenza ajena que suscitan, mientras se van oxidando sus colmillos.