La semana pasada el Ejército de Liberación Nacional (ELN) liberó a Salud Hernández-Mora. La corresponsal de El Mundo en Colombia, abrumada por la atención que atrajo su secuestro, se quitó importancia indicando que, a ella, le gusta estar donde pasan cosas.
También la semana pasada El Mundo liberó a su director de las tareas concretas que atañen al máximo responsable del periódico. Bueno, le liberó de todas. Tal vez el mundo recobre ahora a uno de sus grandes reporteros, David Jiménez, aunque pierda a un director de diarios al que no le dieron tiempo para averiguar si su apuesta ganaba o perdía.
”El reporterismo es una especie en total extinción”, se lamentó hace algún tiempo la ex corresponsal de TVE Rosa María Calaf. Puede que tenga razón. Pero sería necesario que no fuera así.
Los grandes reporteros resultan imprescindibles para que el rumbo de la Humanidad no se desvíe demasiado. Con ellos persiguiendo a los malvados con poder ya se extravía mucho; sin ellos, el mundo sería un lugar fuera de todo control.
Su efecto corrector de la autoridad gubernamental excesiva, o impune, y su tarea como imaginarios pero efectivos enviados especiales de los ciudadanos a las zonas más remotas o más peligrosas de la geografía terrestre, los convierten en un freno a las peores ideas de infames líderes políticos.
Sin tipos como Robert Fisk, que contó para The Independent las últimas guerras de Oriente Medio con notable sensatez y claridad, y llegó a entrevistar a Bin Laden; o Kate Adie, que explicó a través de la BBC los grandes conflictos balcánicos, o los de Sierra Leona o Ruanda. O, sin duda con peor suerte pero similar talento, Verónica Guerín, la periodista de investigación irlandesa asesinada por narcotraficantes dos días antes de que fuera a pronunciar una conferencia titulada “Morir para contar la historia. Periodistas en riesgo”; o Anna Politkovskaya, liquidada en Moscú tras informar de un modo que molestó mucho a alguien sobre la guerra de Chechenia; sin periodistas como éstos el lugar donde nos hallamos sería aún más desalmado.
Todos ellos, y muchos más, han contribuido a que el mundo sea un lugar algo menos vergonzoso, precisamente por su extenuante e impagable labor de exhibir las vergüenzas humanas allá donde se producen, revelando su funesta existencia. A menudo, no pasa nada; por más que sepamos de las guerras, o de la miseria, de las injusticias o de las crueldades, no hacemos nada; o, al menos, no lo suficiente.
Otras veces, como cuando John Hersey contó Hiroshima o Walter Cronkite Vietnam, lo que se genera es un gigantesco cambio de opinión de la ciudadanía y, como consecuencia, un giro fundamental en la Historia. Por eso, también, los reporteros deben perseverar y, los medios, protegerlos.
El diario El Mundo tiene sus enormes cicatrices, la que le causó al diario el asesinato de Julio Fuentes en Afganistán en 2001 o la muerte de Julio A. Parrado, dos años más tarde, en Bagdad.
También las tiene Telecinco, que perdió en la misma ciudad al cámara José Couso; o Antena 3, cuyo periodista Ricardo Ortega recibió dos impactos de bala en Haití; o El País, que perdió al fotógrafo Juan Antonio Rodríguez en Panamá. O la Associated Press, para quien trabajaba Miguel Gil, tiroteado en Sierra Leona, o Avui, que perdió al fotógrafo Jordi Pujol Puente en Sarajevo en 1992.
“Señora, nos da muy duro cuando escribe”, le dijo un guerrillero a Hernández-Mora durante su secuestro, hace pocos días. También ellos, los malos, dan muy duro a la Prensa. Pero no tanto como para evitar que sigan surgiendo valerosos y competentes herederos de Kapuscinki.