Están aquí, desde el año 1804. Aunque apenas los veamos. Ni sepamos bien cómo funcionan los peliagudos entresijos de su misteriosa organización. Permanecen, ocultos, entre nosotros. Quizá porque, al parecer, no se disolverán nunca. O porque optaron, en una noche de otoño, por abrazar la eternidad con la obstinación de un vampiro transilvano. Conforman el Ku Klux Kant, club tan selecto como clandestino (¿o era kantdestino?). Se reúnen cada lunes, miércoles y viernes para filosofar en la despensa de un minisupermarket ubicado a las afueras de la localidad rusa de Kaliningrado, antigua Königsberg, la que fue capital del reino de Prusia.
Definen su anónima sociedad como hinchada filosófica cuyo derecho de admisión está reservado a los dandis agresivos, a los sufridos profesores de humanidades y a todos aquellos que se muestren dispuestos a matar -o a morir- por defender la memoria de Immanuel Kant. Llevan siempre sus Casio de bolsillo en hora, con puntualidad germánica, y lucen todos ellos, sin excepción, encima de la mollera, por una cuestión que va más allá de cualquier moral, pelucones que parecen salidos de un baile de la Ilustración. Son imperativamente categóricos, como era de esperar. Y, sobre todo, críticos.
Eso sí, van armados y son peligrosos. Parecen mucho más kantianos, cabreados e iracundos que en pasadas ocasiones. No resulta sencilla la tarea que acaban de encomendarse: enmendar la plana a Albert Rivera, nuestro ciudadano ejemplar. Esgrimirán para ello, a modo de antorchas encendidas, ejemplares de Filosofía para dummies. Y saldrán en su busca, dispuestos a adentrarse, llegado el caso, en el río Manzanares con los bolsillos repletos de pilas alcalinas triple AAA. E iluminarán, hasta dar con él, nuestras vergüenzas y a todos los peces del fondo.
Lo emplumarán después con brea en mitad de la Puerta del Sol. Ante la vista de todos. Condenado por plantarse en una universidad para convertir a Kant en referente de juristas y eruditos, recomendando vivamente su lectura, cuando nunca lo ha leído. La cosa tiene delito. Categórico delito. Ningún filósofo se merece un trato así. El que analfabetos funcionales los sigan, aunque nunca hayan abierto un libro suyo. Eso, a lo Sofía Mazagatos. Así, sin complejos. Dándolo todo, provocándolo todo, hasta arcadas, por mantenerse en el candelabro electoral.
No en vano sostienen los miembros de este Ku Klux Kant vengativo e imaginario que las únicas filosofías que demuestran tener algunos de nuestros políticos son la de la ignorancia y la desfachatez. Siempre previas, eso sí, al recuento de votos.