Más allá de que yo tenía tres años y de que según mis padres me quedé paralizada mirando en la televisión el cortejo fúnebre de Franco, poco puedo decir de lo que debió de ser sobrevivir a su mandato. Recuerdo mejor el momento del golpe de estado cuando Tejero irrumpió en el Congreso de los Diputados que en casa escuchamos en directo por la radio.
Mi madre dejando sobre la mesa el lapicero rojo con el que corregía los trabajos de sus alumnos, escuchando petrificada la ráfaga de tiros que, a través de la radio, retumbaron en toda mi casa. "Los han matado a todos", dijo tapándose la boca con la mano como si quisiera evitar que la escucharan quejarse. Aún veo a mi tío, de visita aquellos días en Madrid, derrumbarse. Las piernas le fallaron conforme los disparos explotaban como si el mismísimo teniente coronel hubiera abierto fuego contra él. Mi madre y él empezaron a llorar y mi padre, militar de aviación, fue directo a su habitación a ponerse el uniforme. "En la Base estaré seguro. Saben que soy de izquierdas; si vienen a por mí que me pille con los que saben que además soy buen militar".
Para mi familia aquel golpe de estado fue terrorífico. No es posible el borrón y cuenta nueva de los cuarenta años de dictadura franquista, de represión, de libertades cercenadas, de persecución. De muertos en las cunetas, de amigos torturados y conocidos ejecutados, el regreso al pasado, el horror. Llamaron por teléfono al resto de la familia, confirmando que todos estaban aún bien. Y digo "aún" porque se sabían con sus nombres y apellidos en muchas listas. "Sí, estamos bien, Pepe ha cogido el coche para sacar a Sera y Natalia hacia Portugal". No muchos más datos, no fuera peligroso saber dónde estaban todos.
Hace cuarenta años de la muerte del dictador y los nostálgicos han salido a honrarlo, que no celebrarlo que sería lo más apropiado. Han exhibido y ondeado una vez más la bandera, un símbolo que debería ser de todos los españoles pero que precisamente porque pueden mancillarla con el águila de San Juan, las columnas de Hércules y su grande libre, repele, indigna y hasta repugna a los demócratas.
Hasta misas en el centro de Madrid ha tenido el muerto.
Si en los colegios españoles se enseñara que somos el segundo país del mundo con más desaparecidos después de Camboya, si ningún descerebrado pudiera tunear nuestra bandera para convertirla en un panfleto fascista, si se tuviera especial atención a todos los que asistieron a cualquiera de estas celebraciones como se tiene con cualquiera que pueda ser violento o peligroso y haga gala de ello, lo mismo hasta creeríamos que Franco ha muerto.
Cuarenta años después Franco sigue vivo.