[Discurso en São Paulo, por invitación del equivalente brasileño del Consejo Representativo de las Instituciones Judías en Francia (CRIF)].
¿De verdad Bolsonaro ha convencido a los judíos de Brasil? ¿Han sido seducidos por su promesa "trumpiana" de trasladar la embajada brasileña en Israel a Jerusalén? Eso es lo que me dijeron antes de partir; pero no quedé, después de la reunión, muy convencido. Por si acaso, expongo lo obvio. El judaísmo es estudio. Es el sabor de la paradoja y el pensamiento. Esta vocación espiritual solo ha sobrevivido, por siglos y siglos, gracias a su fidelidad inflexible. De modo que toda cercanía con el populismo, sin importar su latitud o color; toda alianza con personas que solo respetan la fuerza, el dinero, el kitsch, el no-pensamiento; cualquier convenio con el nihilismo encarnado tan bien por Bolsonaro como por Trump sería, para un judío, un suicidio intelectual y moral.
Escribir estas líneas en la víspera del tercer sábado de movilización de los chalecos amarillos no está mal, en el fondo, porque creo haber dicho casi todo lo que tengo que decir sobre este tema a través de los dos textos ya publicados aquí hace quince días.
Menos, tal vez, esto: el enfoque de las cadenas de noticias, que parecen al fin haber decidido cambiar el registro. Dejan de ser “socias” del acontecimiento, en el sentido en que se dice de una asociación con una película, un concierto, o un espectáculo de teatro. Se despiden de ese interminable reality show al que se redujo, con demasiada frecuencia, la primera semana de su cobertura de las manifestaciones y peleas. Ahora se están convirtiendo en un espacio crítico, un lugar de perspectiva, o, como la otra noche en el programa del presentador Pujadas, en un foro de discusión donde pudimos ver a ministros y diputados hacer lo que les pedían desde el primer día: escuchar, reflexionar, escuchar de nuevo, buscar y arriesgarse a cambiar sus respuestas.
¿Cuándo nació el reality show? Hojeando un viejo "Pléiade" de Mallarmé, me topé con ese "Martes" de la calle Roma donde el autor de “Dibujar en el teatro” cuenta haberse encontrado una noche en Londres con un espectáculo extraordinario: “Sin drama, sin vodevil, sin argumento e incluso sin acción aparente: una pareja simplemente venía a pasar su noche en público”. ¿Invento de la televisión moderna? ¿De la locura de Instagram? ¿De las redes sociales y su obscenidad insensata?
Y de repente, lo contrario. Robert Badinter en la pantalla. Sus afilados rasgos de pájaro pálido. Su falso aire de Thierry Lévy, mi amigo, el suyo. El que desapareció de forma prematura. Aquel del rostro superpuesto al de su anciano sobreviviente. Las emociones. Shock. Esa manera que tienen las voces de los muertos de permanecer en nuestros corazones. Bajo otros rostros y otros nombres, que son al mismo tiempo familiares.
No a la legitimación de esos actos violentos, sexistas, racistas, antirepublicanos y homófobos que los buenos observadores también han constatado.
No pasa ni un solo día sin que el gran café del comercio nos anuncie la "unión" de tal intelectual o artista al movimiento de los chalecos amarillos. Pero, ¿por qué diablos unirse?
¿Por qué no intentar, especialmente cuando uno tiene como trabajo reflexionar, decir dos cosas a la vez? Sí, por supuesto, a la solidaridad incondicional con aquellos que simplemente ya no pueden vivir o sobrevivir; pero no a la legitimación de esos actos violentos, sexistas, racistas, antirrepublicanos y homófobos que los buenos observadores también han constatado.
Sobre los teatros y, también, sobre la homofobia hay una obra que ver en este momento en París, en el teatro Antoine: Ojalá que sea feliz, de Laurent Ruquier. Todo está ahí. Todos los malos clichés. Todos los reflejos condicionados. Toda la estupidez educada desde la invención (Michel Foucault, Jean-Paul Aron, ...) del "sexo" occidental. Y por la gracia de una inversión dramatúrgica, académica y vertiginosa, vemos el tipo de esquizofrenia de la que nadie está seguro, en estos asuntos, de escapar. Nos reímos y lloramos. Nos burlamos de los demás y de nosotros mismos. Uno se sorprende al pensar, como Huster y Cottençon, una cosa y su contrario.
El compromiso, generalmente, va con la teatralidad dogmática de una idea simple. Aquí ocurre lo opuesto: personajes hipotéticos, complicados, divididos entre ellos mismos- a los que llegamos a decir: "¡Mal para los hombres que se olvidan del secreto que no conocen! Vergüenza a quien no quiere saber nada o escuchar lo que se esconde de sí mismo". Es por esto que la obra es eficaz.
El verso de Virgilio que Freud coloca en la apertura de La interpretación de los sueños: "Si no puedo doblegar a los dioses, al menos sabré emocionar al caudal del río de las sombras".
Respuesta a Philippe Boggio, quien planea, según me han dicho, actualizar la biografía que me dedicó en La Table Ronde hace quince años. Como quieran, pero recuerden lo que dijo Fitzgerald: no hay ninguna biografía de un escritor que sea buena; y no puede haberla porque, si el escritor es realmente bueno, es demasiadas personas a la vez.
Raymond Roussel calculó que había trabajado quince horas en cada uno de los versos de Nuevas impresiones de África. Un joven escritor de hoy cuenta que escribió su última obra de un solo golpe, con un solo trazo de pluma. ¿Quién miente?, y, ¿dónde está la literatura?
En fin, una última palabra sobre el caso de los chalecos amarillos. No es un movimiento de masas, dice Castaner y tiene razón. Pero, ¿es un evento?, ¿uno de verdad?, ¿uno de los que, como dice el apóstol, surge como los ladrones en la noche? Eso nadie lo sabe.