Andan las cosas un poco alborotadas. Será que todo esto ha llegado casi sin darnos cuenta. Yo me acordé de que tenía que ponerme las cenizas porque el miércoles por la mañana había una olla con garbanzos, espinacas y bacalao en lo alto de la vitrocerámica (que nadie se lo tome en serio; es una broma). Y no es que haya querido abstraerme de los signos de la espera. Sino que esos símbolos se han adentrado tanto en el día a día de las últimas semanas que por un momento parecen haber sido desnaturalizados. Extrapolados de su contexto para convertir a la Cuaresma es una prolongación de la vida presente.
Hemos llenado el vacío de la ausencia con el frenesí del saber que esta vez sí. Al final, aquí estamos todos. Los vivos y los muertos, como ha sido durante siglos. Cumpliendo con la responsabilidad de aquellos que ya levantaron estos del saqueo, de las desamortizaciones, de las llamas, de las cenizas y de su manipulación. No podíamos fallarlos. Pero ese bullicio emocional al que hemos sido arrastrados ha actuado a modo de velo rawlsiano. Sobre la realidad ha caído una tela que ha mantenido ocultas unas carencias que ahora, con el futuro casi tangible, comienzan a palparse en el ambiente.
Nadie podía pensar que dos años de vacío apenas iban a dejar secuelas. Ahora estamos empezando a ser conscientes de ello. Leo cierta tranquilidad en torno a la respuesta de los hombres de trono y nazarenos en varias hermandades. La institucionalidad del relato eclipsa a los hechos. La realidad parece ser bien distinta. Uno habla con gente que conoce aquí y allá y las cosas se ven con preocupación. Pero ¿acaso no iba a ser así? Es decir, ¿de verdad que todo iba a volver al mismo lugar en el que se quedó aquel jueves de marzo?
No sirve que ahora salgan a la luz aquellos que en su día alzaron la bandera del yoyalodije. La expresión es tan innecesaria que no merece otra forma de ser escrita. Si las empresas, los clubes deportivos, la cultura o cualquier otra disciplina ha sufrido la sacudida, ¿cómo no iban a resultar afectadas las cofradías? El análisis del que hay que partir requiere comprensión de un contexto complejo, frialdad a la hora de detallar las consecuencias, sinceridad en la comunicación y voluntad en el planteamiento de las soluciones. Pero todo ello sin olvidar que más temprano que tarde la ciudad estará en su sitio.
A fin de cuentas, estamos a las puertas de una nueva Semana Santa. La de 2022, no vamos a ser tan pretenciosos de ponerle la coletilla de año 0. Sea como fuere, el camino está por andar y la senda que queda a nuestras espaldas ya está escrita en los libros de historia. Cuando el 27 de marzo de 2020, Francisco bendijo al mundo desde una plaza de San Pedro absolutamente vacía, escribí que a mí me gustaban más los papas de bordado que de liso, pero en vista de las circunstancias, creo que podemos conformarnos con la muceta blanca. Supongo que será porque al silencio no hay que ponerle subtítulos.
Llegará un momento en el que tengamos que asumir aquello que Foster Wallace escribió en La broma infinita: "Te importará muy poco lo que los demás piensen de ti cuando te des cuenta de lo poco que piensan en ti". Mientras todo eso pase, ahí seguirán aquellos visionarios que llevan vaticinando "el final" de lo nuestro desde tiempo inmemorial. Como continúen así, les va a pasar igual que a aquel personaje de Misterioso asesinato en Manhattan: "Dios mío, esta mujer no para de morirse". Y ahí sigue, desprendiendo la vitalidad renovada de la primavera floreciendo.