A mediados de enero de 1942, apenas unas semanas después del ataque japonés sobre Pearl Harbor, un comando británico de la Dirección de Operaciones Especiales, "el ejército secreto de Churchill", llevó a cabo en el puerto de Santa Isabel, en la isla de Fernando Poo de la Guinea Española —la actual Malabo, Bioko y Guinea Ecuatorial— una operación para secuestrar dos barcos alemanes y uno italiano. Londres sospechaba que estas embarcaciones se utilizaban para abastecer a los submarinos nazis que participaban en la batalla del Atlántico.
El éxito de la Operación Postmaster, adaptada ahora al cine por Guy Ritchie en El ministerio de la Guerra Sucia, fue posible gracias a una audaz grupeta de espías, entre los que se encontraban varios republicanos españoles, que inspiraron a Ian Fleming, entonces asistente de la División de Inteligencia Naval, para crear a James Bond. Capturaron los barcos, se los llevaron camuflados por la oscuridad y esquivaron al Dragon Rapide español que salió en su caza por las costas de Camerún y Gabón. Serrano Suñer, cuñadísimo de Franco y ministro de Asuntos Exteriores, calificó el ataque como una flagrante violación de la no beligerancia y la soberanía españolas y como un acto de piratería intolerable, amenazando con una respuesta bélica.
"En muchas ocasiones —como el hundimiento del Maine y del transatlántico Lusitania— había sido precisamente un conflicto naval el desencadenante o la excusa que habían conducido a una declaración de guerra", apunta Nicolás Sesma en Ni una ni grande ni libre (Crítica). "Sin embargo, y a pesar de las protestas italianas y alemanas, las autoridades franquistas no pasaron de la gesticulación. Era una situación muy similar a la que se produjo durante la Primera Guerra Mundial, cuando los barcos mercantes españoles eran atacados por los contendientes y el gobierno español amenazaba con la beligerancia, para a continuación reconocer que, sencillamente, carecía de los medios necesarios para ejercer represalias".
El incidente naval, según el profesor titular de Historia de España en la Universidad Grenoble Alpes, "puso definitivamente en evidencia que la España franquista iba a permanecer, salvo que recibiera un ataque directo, fuera de la guerra". La dictadura no estaba en condiciones de acometer semejante esfuerzo, como manifestaban las conclusiones presentadas por Carrero Blanco, subsecretario de la Presidencia del Gobierno, en un informe fechado el 12 de diciembre de 1941: "(...) nuestras posibilidades industriales son mínimas y nuestros armamentos limitadísimos".
La realidad chocaba de lleno con el fervor belicista proyectado en los meses anteriores. El 12 de junio de 1940 la España de Franco había pasado de la neutralidad a la no beligerancia, considerada "en realidad un estado preparatorio para la entrada en la lucha", como recalcaba en un informe interno el director general de Política Exterior, José María Doussinague. El funcionario señalaba la posibilidad de obtener "grandes concesiones (...) que hace poco no soñábamos ni aun con apuntar", como la "restitución de Gibraltar". La visión del conflicto mundial a ojos de la élite política y militar del régimen había virado a raíz de la debacle de Francia.
Con el apoyo del partido único, FET y de las JONS y sus ambiciones imperialistas, del Ejército, que ambicionaba una expansión de los dominios —además de Gibraltar, se pretendía la unión de Marruecos bajo el Protectorado, el Oranesado, la ampliación del Sáhara español y de las posesiones en el golfo de Guinea— y el silencio de la Iglesia en política exterior, Franco llegó a prometer que España tenía "dos millones de guerreros dispuestos a enfrentarse en defensa de sus derechos". También se puso en marcha un ambicioso programa de construcción naval de cuatro acorazados y medio centenar de submarinos.
Pero en Berlín, Hitler y sus generales no consideraban necesaria la entrada en combate de los soldados españoles: "Las consecuencias de tener a esta nación impredecible como aliado son imposibles de calcular. Tendríamos a un aliado que nos costaría muy caro", sentenció el almirante Wilhelm Canaris. En este contexto, España no se sumó el 27 de septiembre de 1940 al Pacto Tripartito (Alemania, Italia y Japón) por la imposibilidad de llegar a un acuerdo sobre la repartición del norte de África. "Paradójicamente, sentirse minusvalorada permitió a la dictadura franquista sobrevivir, al impedirle entrar en una espiral bélica de consecuencias catastróficas", valora Sesma.
Entre el 4 de octubre de 1940 y el 2 de junio de 1941 hubo ocho reuniones protagonizadas por Hitler y los dictadores mediterráneos: Mussolini, Franco y Pétain. Aunque la entrada de España en la guerra tras la conversación de Hendaya entre el caudillo y el führer parecía evidente, el único resultado tangible salió de un "protocolo secreto" firmado por los ministros de Asuntos Exteriores de ambos países: "En cumplimiento de sus obligaciones como aliada, España intervendrá en la actual guerra de las potencias del Eje contra Inglaterra, después de que dichas potencias le concedan el apoyo necesario militar para su preparación y en una fecha fijada en un acuerdo conjunto". Pero ese día nunca llegó.
Aunque el Alto Estado Mayor franquista presentó al dictador, para que lo firmase, un detallado "Proyecto de directiva a los Ejércitos de Tierra Mar y Aire" para la invasión de Portugal, teórico amigo y tradicional aliado de Gran Bretaña —Hitler preparaba por entonces un asalto al Peñón—, las derrotas italianas en Grecia, Tarento, Libia y Albania empujaron a Madrid a frenar la operación.
El inicio de la Operación Barbarroja, la invasión de la Unión Soviética, sumó el ingrediente del anticomunismo al discurso oficial del régimen franquista. El 17 de julio de 1941 Franco volvió a incidir en la necesidad de intervenir en la guerra ante el Consejo Nacional, asegurando que "la suerte está ya echada (...) se ha planteado mal la guerra y los aliados la han perdido". También recordó que en los campos españoles "se dieron y ganaron las primeras batallas". Cuatro días antes había marchado hacia el frente oriental la División Azul. No obstante, el dictador fue cauto al no ligar la acción de sus combatientes a una entrada oficial en la contienda. "En la interpretación del caudillo, su contribución al esfuerzo de guerra del Eje le garantizaba sentarse a la mesa de los vencedores sin arriesgarse a las represalias británicas", asegura el historiador.
Tras los acontecimientos en la isla de Fernando Poo, el régimen de Franco sublimó su componente católico y empezó a alejarse de la Alemania nazi. El 17 de julio de 1942, otra vez ante el Consejo Nacional, el dictador aseguró en esta ocasión que sus guerreros tan solo iban a entrar en acción "si un azar pudiese acercar a nuestras fronteras el comunismo u otros peligros circunstancialmente afines". Con un desarrollo de la contienda nefasto para los intereses de sus aliados, ese azar nunca se dio.