En La batalla del Marne (HRM Ediciones, 2022), su primera obra, el joven historiador Ismael López Domínguez defendía que este choque entre alemanes y aliados, registrado a principios de 1914, inauguró el amanecer de una nueva era de destrucción y actuó como el canto de cisne de una forma de combatir que había dominado los campos de toda Europa desde los tiempos de Napoleón Bonaparte. Fue el punto de inflexión dentro de una Gran Guerra de dimensiones nunca vistas, tanto por la cantidad de recursos humanos involucrados como por la dimensión de los avances tecnológicos aplicados al objetivo de derrotar al enemigo.
Esa metamorfosis, de la guerra decimonónica a la moderna, mecanizada y especializada, de los músculos de los soldados a la fuerza de los motores, el aceite y la gasolina, la analiza ahora el investigador de forma mucho más amplia y vasta en La guerra de las trincheras (Ático de los Libros), un ensayo de casi mil páginas que presenta una historia completa y total, actualizada con las últimas perspectivas historiográficas y prestando atención a todos los ámbitos —militar, político, social y económico—, de los cuatro años de combates en el Frente Occidental.
Metiéndose en los despachos de los generales y la vida cotidiana de los soldados de ambos bandos, gobernada por el barro y las epidemias, el miedo a las nuevas armas o los fétidos olores, López Domínguez ha elaborado una obra de divulgación de enorme calidad, sustentada en multitud de fuentes primarias y estudios modernos, que desgrana todas las claves de este teatro de operaciones de la I Guerra Mundial, escenario de hiperbatallas como las de Verdún o del Somme, pero también de campañas más desconocidas por el gran público.
"Mi idea con este libro es proporcionar a la gente interesada en el tema una narración que no está disponible en español y brindar cosas que no se han contado, como las operaciones de 1915, un año de transición el que los combatientes se dan cuenta de que la contienda va a ser larga", explica el autor en referencia a una serie de brutales combates que tuvieron lugar en las regiones de Champagne, Neuve-Chapelle, Ypres o Artois y que permanecen ensombrecidas por el desastre aliado en Galípoli.
A lo largo de ese año se perfeccionó probablemente el elemento más característico de la Gran Guerra: las trincheras, hogar de decenas de miles de movilizados que se enfrentaron a enemigos comunes como los parásitos, el silbido de los obuses o la mugre. Y a un paisaje desolador: "Cualquier hombre que quisiera llegar a la trinchera tenía que deslizarse entre los muertos. En varios lugares se utilizaban brazos y piernas que sobresalían del suelo para indicar el camino", recordaba un suboficial alemán, que añadía en su reflexión: "No sé cómo no nos volvimos locos".
"A la guerra de trincheras se llega primero por necesidad", detalla Domínguez. "Aunque parezca mentira salvó a millones de combatientes. La guerra de movimientos fue mucho más sangrienta: en 1916, pese a las grandes batallas del Somme o de Verdún, Francia perdió menos soldados que en los primeros cuatro meses de 1914. También es verdad que faltaban los medios tecnológicos para atravesar esos sistemas defensivos: lo más interesante del Frente Occidental es que estamos viviendo en directo cómo evolucionaba el modo de hacer la guerra, de un estilo decimonónico, con soldados con pantalones rojos y quepis, a disponer de cascos, ametralladoras más ligeras, subfusiles, granadas de mano, carros de combate...".
Errores de Alemania
El graduado en Historia por la Universidad de Alcalá de Henares analiza minuciosamente la composición de los ejércitos y su tecnología. El francés de 1914, asegura, era un contingente del siglo XIX, con un fusiles obsoletos y unos uniformes atrasados, pero al final de la contienda se había convertido en el mejor del planeta, con fábricas de carros de combate —a partir de 1917 se convirtieron en un apoyo esencial para los movimientos de la infantería— y de camiones y soldados entrenados para el asalto.
También desmonta mitos como que la ametralladora fue el arma más importante —"lo fue la artillería, sin duda"—, que la Gran Guerra supuso el final de la caballería, que las tropas iban fundamentalmente a pie o que los generales lanzaban sin pudor a la infantería contra las defensas enemigas. "En las academias militares les habían instruido en una estrategia bélica basada en las enseñanzas de Moltke el Viejo, pero persiguieron en verdad soluciones para sortear la nueva forma de hacer la guerra", comenta. Las tácticas y estrategias bélicas cuentan con gran protagonismo en un ensayo trenzado además con intención narrativa. El mayor avance de todos, no obstante, se registró en el apartado químico, con el empleo de gases venenosos y el efecto que provocó en los soldados.
En la guerra de 1914-1918 no hubo una batalla claramente decisiva como sí ocurrió con Stalingrado en la de 1939-1945. "Somme y Verdún son triunfos aliados, ¿pero de qué tipo? ¿Dónde están los prisioneros?", reflexiona Domínguez. ¿Qué le falló a Alemania, la gran potencia militar al inicio de las hostilidades, para poder golpear con fuerza y reducir las posibilidades aliadas?
"Lo primero que falla es su perspectiva de cómo ganar la guerra: piensan que Rusia se va a movilizar mucho más despacio porque era todavía un país feudal, pero en 15 días estaban invadiendo Prusia Oriental", responde el historiador. "Los alemanes tampoco son capaces de derrotar por completo al ejército francés. Cuando te acercas a la batalla del Marne, que fue el punto culminante de esta primera campaña de 1914, se hace muy difícil ver a los alemanes conquistando París porque lo tenían todo en contra. Tuvieron otra oportunidad para ganar la guerra: en 1918, cuando invaden otra vez toda la zona de París, la Ofensiva Ludendorff u Operación Michael. Ahí la sensación que tienen los aliados en las memorias es que no los derrotaron por muy poco".