A finales del siglo V y principios del IV a.C., un grupo de íberos contestanos decidieron levantar una ciudad en el cerro de la Bastida de les Alcusses, enclavado al suroeste de la Serra Grossa, en el municipio valenciano de Moixent. Sus potentes murallas dominaban el paisaje y los campos de los alrededores, repletos de granjas y caseríos agrícolas. En lo alto de la colina de 4 hectáreas de extensión vivieron entre 400 y 800 personas hasta que sus vecinos acabaron con ellos menos de una centuria después.
Descubierto en 1928, año en el que comenzaron las excavaciones arqueológicas dirigidas por Isidro Ballester y Luis Pericot, el lugar no ha dejado de revelar secretos sobre sus habitantes. Al contrario que en otros yacimientos, no hay leyendas populares sobre el sitio en las poblaciones cercanas. Su historia se perdió en la memoria, pero aquel lugar sin duda era considerado especial.
Bajo la monumental Puerta Oeste, la entrada principal rodeada de torres, se documentaron en 2010 los vestigios de una antigua estructura que precede al poblado y que fue reaprovechada para levantar las murallas. Seguramente se tratase de alguna construcción pública de carácter ritual. El enigma no termina ahí: justo al lado apareció una colección de restos de comida, cerámicas, construcciones de madera y armas. Todas de hierro, todas melladas, con las puntas retorcidas y chamuscadas junto a pletinas, clavos y herrajes. ¿Restos de un cruel combate?
"Las armas depositadas son símbolos de autoridad guerrera y política, de modo que el ritual fue promovido por los grupos que ostentaban el poder en esta sociedad (...) los conjuntos de falcatas estaban señalizados con grandes piedras hincadas en el pavimento y con losas visibles al transitar por la puerta pero que no impedían el paso", explica Helena Bonet Rosado, directora del Museo de Prehistoria de Valencia y principal autora y editora del monográfico La Bastida de les Alcusses, publicada por su misma institución.
Aquellas falcatas, lanzas y escudos quemados junto a las ofrendas de comida sustentaban la ideología guerrera de la élite que hacía posible la fundación de un rico oppidum. A pesar de su distancia de la costa mediterránea llegaron multitud de cerámicas de las lejanas tierras de Ática y de la Magna Grecia en Sicilia: cráteras de campana, copas, escifos e hidrias, entre otras. Las más mundanas ánforas de transporte cargadas de salazones, aceites y demás productos arribaban del sur de la Península Ibérica y Baleares, territorio colonizado por Cartago.
Dioses y lingotes
Las ostentosas cerámicas griegas muestran a hombres y mujeres danzantes, a veces sin ropajes y otras cubiertas por gorros frigios. Otras representan escenas mitológicas de grifos, panteras aladas asociadas al recuerdo de los antepasados o con el culto al más allá de los íberos en el que las aves estaban muy presentes. Más enigmas despierta la figurilla de tipo egipcio que quizá represente al dios Horus, también conocido como el halcón, el elevado o el distante.
Todos estos productos llegaban a través de comerciantes e intermediarios que confiaban en el pago de los íberos de la Bastida de les Alcusses a pesar de que no usaban moneda. En su lugar empleaban como dinero lingotes de plata, pequeñas piezas de oro o anillas de bronce, es decir, metal en bruto que debían pesar y contabilizar con estrictas balanzas.
Para facilitar el transporte se construyeron cerca de 824 metros de camino adecuado al tráfico rodado mediante carros hacia la puerta principal, como desvelaron las excavaciones de 2023. "La construcción y mantenimiento de una red de viales para el paso de carros con mercancías fue una inversión imprescindible en este marco socioeconómico", apunta Bonet.
Estos carros cruzaban la puerta principal junto a las piedras que señalaban el ritual fundacional y se dirigían hacia su gran almacén. El hallazgo de varios grandes molinos permite identificarlo como un posible granero. "El almacén de la Bastida se ubica en un espacio central del poblado (...). Visto en perspectiva, podemos decir que el oppidum es, en parte, un almacén fortificado", señala la investigadora.
El poder de la tierra
Todo en el yacimiento gira en torno al poder y el control del almacén, de los excedentes que controlaban con terracotas y plomos inscritos en su ignota lengua que sigue sin descifrarse. La Bastida de les Alcusses no solo era un lugar de almacenamiento ni un poblado grande, era el corazón político de una región donde se reunían los recursos metalúrgicos y las caras mercancías.
Era el lugar donde las élites del grupo ejercían su control sobre la vida de su comunidad y su subsistencia, tal como demuestran los exvotos localizados de un buey arando la tierra y de un jinete que porta sus armas. Unas armas que apenas un siglo después de la fundación del poblado no sirvieron para defenderlo de otros grupos íberos que ansiaban sus tierras.
La envidia de sus vecinos
Por todo el recinto se encontraron decenas de objetos destrozados, dispersos sin orden ni concierto dentro y fuera de las casas, muchas de ellas destruidas, carbonizadas y con numerosas capas de ceniza producto de un incendio. Adornos, armas, útiles, molinos de mano, joyas... botines perdidos en un apresurado saqueo tras un brutal asalto.
Antes de su final, sus últimos días los vivieron con miedo y desconfianza. Dos de las cuatro puertas fueron tapiadas a toda prisa. En las otras hay rastros de combates. Falcatas, puntas de lanza, flechas de bronce y restos de jabalinas y escudos destrozados muy diferentes a los del ritual de la puerta principal. No existen restos de artillería ni indicios que apunten a un cerco o asedio por lo que probablemente fuese un ataque sorpresa, un feroz golpe de mano.
"Entendemos que el conflicto que generó este final está en relación con el propio poder político-económico que proyectaba el oppidum sobre el territorio. Los recursos y tierras controlados por el poblado, y los contactos y el comercio que atraía, acarrearon acciones de otros grupos íberos que acabaron por forzar el abandono del poblado", apunta Bonet.
Sus hogares destruidos fueron devorados por el olvido, pero las explotaciones agrícolas de los alrededores siguieron produciendo para nuevas élites. La loma de la Bastida de les Alcusses jamás volvió a ser habitada más allá de algún viajero en tiempos de Roma o la Edad Moderna. Al menos así lo indican más fragmentos de cerámica completamente aislada. Aquellos viajeros solitarios debieron de encontrarse con el silencio de viejas ruinas destrozadas de otro tiempo, devoradas por la vegetación y el olvido.