En la mañana del 11 de marzo de 1597, la perezosa guarnición de la ciudad de Amiens abrió sus puertas. Un tímido sol invernal apenas brillaba entre las nubes. En la puerta principal, los guardias franceses comenzaron a inspeccionar de forma rutinaria a las largas filas de carros cargados con frutas y verduras de los campesinos que entraban para comerciar.
El frío era terrible, por lo que los somnolientos guardias se compadecieron de un pequeño y sucio grupo de aldeanos que, vestido con harapos, tiritaba. Invitados a calentarse junto al fuego, estos campesinos conversaron en francés con los soldados, comentando las últimas noticias. La guerra contra el Imperio español era terrible, pero al menos los Tercios del poderoso Felipe II estaban lejos de Amiens.
Entre las murallas de la ciudad, a los guardias apenas les dio tiempo a sospechar que aquella misma mañana iban a morir. El género expuesto por los campesinos tampoco parecía de muy buena calidad y no levantaba demasiado apetito, pero poco más llamó su atención. Un suspicaz suboficial francés se interesó por un peculiar acento que no logró identificar hasta que fue demasiado tarde.
Operación especial
Las fuerzas del militar español Hernán de Portocarrero acantonadas en la recién conquistada Doullons eran escasas, pero la guarnición de la estratégica ciudad de Amiens, vigilando el camino a París desde el valle del Somme, estaba sumamente relajada. El plan español era sencillo aunque peligroso. No había tiempo para organizar un asedio, por lo que la ciudad debía caer en un golpe de mano. Para no llamar la atención movilizó un reducido pero experimentado contingente de 2.200 soldados de los Tercios, 550 de ellos españoles.
Doce hombres, en su mayoría valones, italianos y borgoñones, liderados por un sargento aragonés, que chapurreaba algo de francés, se hicieron con un carro y varios sacos de trapos que simulaban llevar lechugas y verduras varias. Solo los tres primeros -el aragonés, un milanés y un valón- llevaban armas ocultas. Debían tomar la puerta hasta la llegada del resto de la tropa, oculta en las cercanías. El disfraz y el atrezo fueron pagados por el bolsillo de un sargento mayor al precio de un escudo y medio.
Al amanecer, la avanzadilla, mimetizada con el resto de campesinos que se agolpaban en la puerta de la ciudad, inspiró lástima en los desenfadados guardianes que les invitaron a calentarse junto al fuego. Un sargento francés, tras intercambiar unas palabras con el aragonés, comenzó a sospechar. Al verse interrogado sobre su procedencia, el español desenfundó su pistola respondiendo “de aquí soy”, antes de apretar el gatillo.
Descubierto el disfraz había que actuar rápido. Tres violentos estampidos cubrieron de humo la entrada mientras los doce hombres del comando se lanzaron sobre las armas del cuerpo de guardia. Un soldado francés, rápido de reflejos, logró bajar el pesado rastrillo que quedó atascado en el carro de los asaltantes, dejando un pequeño hueco abierto, tal como estaba planeado por el aguerrido comando.
Ante el sonido de los disparos y los gritos de los civiles, la guarnición de Amiens se puso en alerta, pero ya era demasiado tarde. En el pequeño hueco dejado entre el suelo y el carro, se arrastraron como demonios cientos de españoles armados. Los afilados dientes de hierro terminaron por quebrar la débil madera: parecía el final del audaz golpe de mano, pero todas las puntas del rastrillo llegaban al suelo, menos una que quedó atrancada. Por ese minúsculo hueco, el resto de las tropas de los Tercios consiguieron colarse a gatas en la ciudad.
El combate fue espantoso: en la puerta se agolparon los soldados franceses que pudieron mientras intentaban taponar aquel mortal hueco en sus defensas. Entre los gritos y el ensordecedor estampido y el humo de los arcabuces, las picas buscaron carne enemiga que ensartar. Guardianes y asaltantes se despedazaban en un brutal y aterrador combate cuerpo a cuerpo que duró toda la mañana, hasta que Amiens cayó.
Asedio de Amiens
En un solo día, los ejércitos de Felipe II y sus aliados tenían libre el camino a París. El rey Enrique IV de Francia, al enterarse, casi sufre un infarto y movilizó a toda prisa a sus tropas. La reacción francesa pilló por sorpresa al veterano comandante Hernán de Portocarrero, incapaz de defender Amiens sin los refuerzos del archiduque de Austria Alberto.
Las campañas y guerras mantenidas por el Imperio español en Europa se componían en su mayoría de interminables asedios. "Unos y otros fueron maestros en esa difícil especialidad, diciendo de ellos sus contemporáneos que 'los oficiales españoles y holandeses han hecho un arte de la captura de las ciudades'", explica el historiador Julio Albi de la Cuesta en su obra De Pavía a Rocroi (Desperta Ferro).
"Los cercos eran la opción menos ventajosa, porque raramente producían resultados decisivos y degeneraban en años de asedios, y asedios de años, más gravosos que cualquier batalla", continúa Albi que, al relatar el asalto a Amiens, indica que "con tal de evitar un sitio formal, los atacantes daban pruebas de su fértil imaginación, recurriendo a toda clase de estratagemas".
[La odisea del conquistador extremeño que se forjó en los Tercios y murió devorado por los indios]
La ciudad permaneció poco tiempo en manos españolas. A principios de mayo de 1597, un poderosísimo ejército francés puso bajo asedio Amiens, encerrando en su interior a Hernán y su ejército. Estos últimos, esperando socorro, resistieron el feroz bombardeo de la artillería e incluso lanzaron sangrientos asaltos contra las trincheras francesas, todos sin éxito. Cerca de cumplirse los cinco meses de asedio, el 4 de septiembre, Hernán de Portocarrero fue destrozado por una bala de cañón francesa mientras organizaba la defensa. Once días después, los valientes hombres que habían sorprendido Amiens se rindieron en la misma en vista de que los refuerzos no llegaban, deprimidos por el largo combate y la muerte de su líder.