A finales del siglo II a.C. se desató el infierno en la actual comarca valenciana de Camp de Turia. Un grupo de hombres armados, se desconoce si íberos o romanos, se abalanzaron sobre la cuesta que conducía a la aldea íbera de Castellet de Bernabé, al sur de la Sierra Calderona. Sus moradores, azuzados por el llanto de sus familias, resistieron hasta el final en un tabique improvisado que bloqueó la entrada. Al final, los atacantes lograron romper el tabique, donde quedaron restos de escudos y fragmentos de armas.
Mataron, saquearon y quemaron todo lo que no pudieron llevarse al hacerse con el poblado. La vida se apagó a medida que las llamas de un gran incendio cubrieron el lugar con una gruesa capa de ceniza. Al contrario que en oppidum de Puente Tablas, que fue deshabitado de forma "pacífica", los últimos moradores de Castellet de Bernabé, si sobrevivieron, no pudieron llevar nada con ellos a su destierro.
Sus hogares de adobe y piedra se vinieron abajo, aplastando en su interior los últimos vestigios chamuscados de su vida: cerámicas, restos de comida, telares, molinos, hoces... Todos estos restos han permitido a los arqueólogos conocer detalles sobre la vida en este pequeño poblado. Situado en un cerro de 1.000 metros cuadrados que ha sido excavado en su totalidad, el asentamiento estuvo administrado y gestionado por una pareja aristócrata de la que dependían varias familias serviles.
Fronteras de Edeta
Sobre el año 450 a.C. la población de Edeta, en la actual Liria, se multiplicó. La vida brotaba de los campos de cereal y el arado de hierro permitió poner más y más tierras en uso, incluso aquellas que en principio no parecían atractivas. Grandes aristócratas acompañados por una clase servil buscaron suerte en nuevos asentamientos diseminados por la comarca. Castellet de Bernabé, situado a 15 kilómetros al noroeste de su ciudad madre, fue uno de los más tardíos y alejados de su 'capital'.
Habitado por no más de 50 personas, el asentamiento estuvo rodeado por una muralla. Contaba con una única calle, una plaza triangular y funcionó de forma similar a un cortijo: una masa servil ponía en valor los campos de cebada y cereal de un aristócrata terrateniente a cambio de protección, techo y alimento. Este vivía junto a su familia extensa en una gran casa de varias habitaciones mientras que el resto de trabajadores, hombres libres pero serviles, habitaron pequeñas estructuras de una única estancia en la que vivían con su familia.
Sus moradores tenían derecho a una parte de la cosecha que almacenaban en graneros comunitarios. También prensaban aceite de oliva y elaboraban algunos vinos. En su fragua y en su taller, un artesano reparó y fabricó algunas herramientas agrícolas y, a juzgar por los restos óseos localizados, además de pan enriquecieron su dieta con unas pocas gallinas, cabras, ovejas e incluso caracoles.
Al terminar la jornada, los trabajadores, guiados por un capataz que vivía ligeramente mejor que el resto, ascendían la rampa enlosada y adaptada a los carromatos tirados por bueyes que conducía hacia las puertas del cerro fortificado. En la plaza, antes de dirigirse a su hogar, entregaban las herramientas del día a día que se almacenaban en la casa del aristócrata que, para no mezclarse en exceso con ellos, contaba con su propia entrada por la que acceder a su hogar sin pasar por la plaza.
Durante el saqueo, los atacantes apilaron ánforas, cerámicas y demás botín en ese espacio antes de dividirlo en lotes. En el interior de los hogares, tanto saqueadores del pasado como furtivos más recientes con sus detectores ignoraron telares y restos de molinos. La actividad textil era esencial para las mujeres en la aristocracia íbera, aunque para las de clase social más baja solo era una actividad más que debían realizar en su día a día.
El hogar de un noble
En la casa del noble, la única con habitaciones diferenciadas por sexos, solo existe una habitación exclusivamente masculina, cerca de la entrada de la calle, asociada a las armas, la guerra y la caza. El resto del hogar pertenecía a su esposa y sus hijas a juzgar por los telares y molinos. En tiempos de paz, el noble solo visitaba la casa para dormir, rendir culto a ciertas divinidades o recibir visitas en su única habitación. Otro tanto sucedía con los humildes que trabajaban de sol a sol.
"La ausencia prolongada y habitual del aristócrata dejaba obligatoriamente en manos de su esposa la gestión de la finca: las cuentas, el control sobre despensas, sobre la reserva de agua y sobre el reparto de las cosechas; un control que no podía cambiar de manos durante las cortas estancias del hombre", explica Pierre Guérin, arqueólogo y director de las excavaciones en el yacimiento, en su artículo Hogares, Molinos, Telares... El Castellet de Bernabé y sus ocupantes, publicado por la revista Arqueología espacial. La guerra no hizo más que prolongar estas ausencias.
A finales del siglo II a.C. Hispania ardía. La política de alianzas y enfrentamientos entre íberos, romanos y cartagineses sacudió el Camp de Turia. Con el final de la segunda guerra púnica, algunas comunidades íberas se rebelaron contra la Urbs y otras se pusieron de su lado, seducidas por el dinero u obligadas por las pesadas caligae de las legiones de Catón el Viejo, político y militar enviado para asfixiar la revuelta. Edeta perdió poder y su periferia quedó a merced de guerreros ansiosos de botín.
La Dama
El noble íbero de Castellet de Bernabé ensilló su caballo y empuñó sus armas acompañado de su hijo y varios hombres del cortijo, los más hábiles. Allí quedaron sus mujeres, que ya dominaban el sitio antes del caos. Seguramente una de ellas grabó varias inscripciones en el enigmático alfabeto íbero, posiblemente cuentas, en un fragmento de plomo que se encontró en un granero. Entre otras piezas que sobrevivieron el paso de los siglos destacan los destrozados restos de la estatua de una Dama.
Apareció en uno de los ribazos de la muralla y tiene unos 10 centímetros de altura. La Dama aparece sentada y exhibiendo con sus manos a un bebé que le da la espalda a su madre, "como si ésta lo estuviera exhibiendo en una representación de la ley sagrada de la sucesión (...). Las Damas ibéricas no son sacerdotisas, sino mujeres de rango transmisoras de un poder hereditario", sostiene Guérin.
Paradojas de la historia, las excavaciones revelaron una gran cantidad de restos humanos que, por no haber realizado rituales de tránsito, no se consideraban del todo "personas" para la comunidad. Los bebés que fallecían en el parto o poco después, aislados de su comunidad y sus necrópolis, solo contaron con el mimo de sus padres que los depositaron en urnas y los enterraron en el interior de sus hogares. Unos hogares que fueron devorados por el fuego de la guerra.