Feijóo, como Hemingway, desnudo en su verano peligroso: el debate "del humor", desde dentro
Seguimos a los dos candidatos en campaña con el libro de Hemingway que narró el antagonismo Ordóñez-Dominguín como telón de fondo.
En el "verano peligroso" de 1959, Ernest Hemingway tenía dos años menos que Feijóo, pero estaba mucho más deteriorado físicamente. Digamos que había bebido con más intensidad. Hemingway, de hecho, se suicidó con la misma edad que tiene Feijóo ahora.
El Ernesto de aquellos sanfermines crepusculares estaba cansado. Pidió a su amigo Juanito Quintana que le alquilara una casa a las afueras de Pamplona. No quería despertarse todos los días en medio del follón. Juanito le consiguió un chalé a orillas del casco antiguo. En la calle San Fermín, maldita casualidad.
Leontxi Arrieta tenía 28 años y vivía en esa casa, que era propiedad de su padre. Leontxi, veo en las páginas de Diario de Navarra, sigue sentándose en el porche a los 92. Suele contar que una de sus hermanas subió un té a la habitación donde escribía Ernesto. Abrió la puerta y se lo encontró "desnudo".
Hemingway escribía de pie y en calzoncillos. Luego supimos que no estaba del todo en pelotas, pero es que un hombre en calzoncillos, en la Pamplona requeté de los cincuenta, era "un hombre desnudo".
Eso me pasó a mí en la sala que Atresmedia dispuso para que los periodistas siguiéramos el debate. Abrí la puerta y me encontré a un Feijóo desnudo, irreconocible. Con sentido del humor, combativo, duro y poco disperso. No daba crédito. Era el mismo hombre que, hace unas semanas, se equivocaba al mencionar el nombre de la ciudad en la que estaba.
Sánchez también lo miraba ojiplático. No dejaba de decirle: "¡No sabía yo que usted tuviera ese sentido del humor!". Lo arrojaba el presidente con intención crítica, pero era el mejor piropo que se le podía lanzar a un candidato acostumbrado a nadar en el océano de los lapsus.
La pifié de cabo a rabo. Había entrado un rato antes del debate en el informativo de Antena 3. Me habían preguntado qué esperaba de la cita. Con cara de serio, de entendido, dije que esperaba a un Feijóo "conservador", que saldría a "empatar" y a no "perder" la ventaja que le otorgaban las encuestas.
Cambié de opinión. Como Sánchez al fraguar sus pactos. Como las hermanas Arrieta al ver a un premio Nobel en calzoncillos. Menos mal que Atresmedia nos había preparado un cubo con hielo repleto de cerveza. Me acerqué, me refresqué y brindé por mi capacidad de previsión, que debe de ser la misma que la de Tezanos.
Me consoló contemplar que la mayoría de mis compañeros también había visto a Feijóo en pelotas. Me di cuenta porque, nada más empezar, cuando lanzó los primeros directos a la mandíbula, se alternaban en el ambiente los silencios y las onomatopeyas de asombro.
"¡Hostias!", le escuché a un compañero. Menos mal que Leontxi Arrieta estaría viendo el debate por la tele y no con nosotros. Se habría escandalizado ante tamaña blasfemia. Hemingway, aquel verano de 1959, guardó en un cajón los crucifijos que había colgados en las habitaciones de la casa. Le desconcentraban para escribir.
Los Arrieta, tan preocupados como Sánchez ahora, llamaron al sacerdote de una parroquia cercana. En la crónica de Diario de Navarra, veo que el cura preguntó: "Pero, ¿los ha tirado a la basura?". "No, no, están en un cajón". "Bueno, entonces no os preocupéis".
En Moncloa, supongo, estarán sacando los crucifijos de los cajones. No les quedó el lunes por la mañana ningún periódico al que encomendarse. En El País, su medio de cabecera, proliferaban los analistas que otorgaban la victoria al gallego desnudo. Y en La Vanguardia, siete de los ocho expertos consultados hacían lo propio.
La comida y el crespón
Pero estábamos en las instalaciones de Antena 3 y eran las diez de la noche. Nuestra sala, muy cerca de la recepción. El plató del debate, un tanto lejos, como para coger un cochecito de golf. Era un día grande en la casa y se notaba: funcionaba como el engranaje de una fábrica centenaria.
Nos regalaron un polo negro del "cara a cara" que, como en una premonición, parecía más bien un crespón con el que cubrir ataúdes. Cuando Sánchez mencionaba a Fernández Vara, de profesión forense, parecía estar pidiendo una autopsia.
Quizá fuera la cerveza o la voz de ultratumba del profesor Rodríguez Braun, que unos pisos más arriba locuta sus repasos líricos. Me puse a pensar en los versos de Machado ya en el primer bloque, el de la economía, presuntamente el que mejor se le iba a dar a Sánchez: "Tierra le dieron una tarde horrible del mes de julio bajo el sol de fuego. A un paso de la abierta sepultura, había rosas de podridos pétalos, entre geranios de áspera fragancia y roja flor”.
Ana Pastor y Vicente Vallés se encontraron un debate difícil de gobernar, pero iban cumpliendo con su palabra y la prometida "inspiración anglosajona": cortar lo justo para que se entienda; permitir el cuerpo a cuerpo. Era el cumpleaños de Vallés, ¡vaya día para cumplir! Le llegan a dar a Feijóo media hora más y le canta la onomástica en directo.
El periodismo ha cambiado mucho. Miguel Ángel Aguilar me dijo una vez que se fue a la mierda cuando los directores comenzaron a prohibir el alcohol en las redacciones. Han cambiado las normas, pero también los periodistas. Teníamos ahí, al alcance, el cubo de cervezas y ninguno nos emborrachamos.
En nuestra sala había tortilla de patata, sushi, frutos secos y aceitunas. En la de los candidatos –se dio cuenta Ángeles Caballero– había embutidos, pero no sushi. Eran unas salas como de Ikea, de candidatos nórdicos.
Feijóo tenía muy difícil causar buena sensación con su desnudo porque el plano era traicionero y el rival digno de mención. Apareció Sánchez estilo Kennedy, con unos calcetines atrevidos, con una corbata burdeos y con el moreno justo.
A Feijóo lo enfocaban de tanto en cuando por la espalda y se le veía la coronilla. Era la tonsura de un sacerdote, pero la de uno como el cura Santa Cruz que tanto fascinó a Baroja: aquel religioso requeté pasaba a cuchillo al que se le ponía por delante.
La clave
Una de las claves más importantes del debate no se puede explicar con palabras. Las crónicas del día siguiente coincidieron en que Sánchez, nervioso, interrumpió demasiado a Feijóo. No es cierto. O, por lo menos, no fue exactamente así.
Fue Feijóo el que, en el uso de argumentaciones largas y "déjeme hablar" perfectamente colocados, evitó que Sánchez metiera la cuchara. El problema del presidente del Gobierno estuvo en la oportunidad. Se conducía a destiempo, desorientado.
Se le veía a la legua el complejo del que teme pasarse de frenada. Se notaba que le habían advertido del peligro de avasallar a su rival. Incluso pidió "perdón" a Feijóo algunas veces por haberlo interrumpido.
La desesperación de Sánchez alcanzó el culmen cuando se quedó hablando solo, con mucha intensidad, mientras los moderadores le pedían sin éxito que les escucharan. ¡San Pedro, San Pedro! Les negó tres veces.
Me enteré ahí mismo de que, en los últimos días, habían llegado advertencias al equipo de Sánchez: "Oye, que este tío no es tan malo. Andad con cuidado". Hablé por teléfono con un asesor socialista semanas antes de la batalla: "Creo que el presidente se está equivocando al poner las expectativas tan altas. ¿Y si luego no se gana por goleada? Será un fracaso estrepitoso". Lo que no contemplaban –ellos ni muchos de nosotros– era que Feijóo pudiera ganar.
Las aficiones
Hay una imagen que no se ve en la tele y que tampoco vimos nosotros desde aquella sala. Podemos reconstruirla a través de los testimonios de quienes las rondaron. Las salas de los partidos son como dos campos de fútbol. Dos aficiones enfrentadas y separadas por pocos metros. Me consta que se oyeron gritar los unos a los otros. Gritos de ánimo, alborozo, desilusión y crispación.
Nosotros no nos sentamos hasta que comenzó el debate. Estaba todo muy rico. Iba variando el menú. Vinieron unos rollitos de manzana espectaculares, unas brochetas de fruta, unos profiteroles y una crema de yogur con maracuyá.
Como homenaje a Rafael Nadal, que no puede participar en Wimbledon, me iba colocando en el plato estratégicamente las botellas de agua y la comida. Quizá Feijóo también sea supersticioso. Antes de empezar, se sentó en la mesa y, como buen opositor, colocó todos sus papeles, que eran un montón. Decía Umbral que ni siquiera los toros eran más sangrientos que las oposiciones. Iba a quedar demostrado en el debate.
Sánchez no se sentó hasta casi el directo. Estuvo dando vueltas, sonrisa de oreja a oreja, alrededor de su zona. No parecía querer hablar con nadie. Óscar López, su jefe de gabinete, andaba por ahí cerca.
Feijóo sí quería charlar con su jefa de gabinete, Marta Varela, que se nos apareció como una auténtica Nadia Comaneci. Su jefe no se levantaba, así que se tuvo que poner en cuclillas para poder comentar la jugada. Pasaban los minutos y Varela no se descomponía. Todo un prodigio de la elasticidad, que tiene su reflejo en esa "geometría variable" de pactar con Vox en función de la meteorología.
En los debates –es tan cínico como cierto decirlo– no importan los datos, sino cómo se dicen los datos. Porque la gente que está en su casa no es capaz de retener ni un 5%. Sánchez nunca imaginó que Feijóo pudiera ganarle a eso, a la forma por encima del fondo. De ahí que cuando el gallego lo sorprendió manipulando alguna cifra, el presidente sólo acertara a decir: "Eso no es verdad". Pero no era capaz de desmontarlo en directo.
En Génova celebran la victoria con cierto ánimo de revancha. Y están en su derecho. Muchos minusvaloramos a Feijóo. Me dice una persona de su equipo: "Llega un debutante insolvente de 61 años y se cepilla al gran mago de la telegenia". "Se ha especulado mucho con sus capacidades. Esto le refuerza. Afronta el resto de la campaña muy seguro de sí mismo", me dice otro asesor con algo más de diplomacia.
En Moncloa, silencio de ultratumba. Lo más que nos dicen es que el debate fue una pena por lo bronco, por el barro y porque el ciudadano "no pudo atender a las propuestas". La consigna: el problema no estuvo en los contrincantes, sino en el terreno de juego.
Eso mismo decían sobre la Fiesta de Hemingway los escritores frustrados que no conseguían inventar una gran novela: "No se corresponde con la realidad. Lo que dice no ocurre en Pamplona. Esa calle no está ahí. Ese torero se alojaba en otro hotel". Daba igual. Ernesto había escrito un libro que le daba cada semana miles de vot... de dólares.