El debate público muestra crecientes sentimientos de desafecto, malestar, apatía, o incomprensión de la vida pública, de eso que llamamos la Política. Su traslación a opciones políticas anti-derechos que alcanzan el poder, legítimamente por las urnas, es muy preocupante. Lo vemos en América Latina y en Europa.
Las razones de esos sentimientos son variadas, podemos relacionarlas con la desilusión ante la falta de resultados o de las expectativas generadas, el rechazo a las soluciones tradicionales institucionales, o incluso, con cierta nostalgia de que “el pasado era mejor”, manifestado en la preferencia por opciones extremas no democráticas.
La cuestión central es si esos sentimientos están generando respuestas que pueden dificultar, inhibir o hacer más lenta la consolidación de la democracia o si estamos ante una involución y entrando en un terreno incierto donde no sabemos si la democracia, como la hemos conocido hasta ahora en el mundo occidental, podrá subsistir.
Desde el punto de vista formal, con variaciones de calidad y grado, casi la mitad del planeta vive en democracia y cerca de una cuarta parte en regímenes 'híbridos'. Proliferan reclamos acerca de su calidad o sus imperfecciones, pero más allá de las pasiones electorales o los conflictos de coyuntura, el debate se centra más bien en su utilidad práctica para resolver arreglos políticos, organizar la competencia y agregar valor al bienestar colectivo.
Por una parte, hay nuevos elementos que complejizan el escenario. Una composición demográfica para la cual vivir en democracia ya no es una demanda, sino que ahora quiere buenos ingresos y la 'nevera llena', decía Alain Touraine. Formas audaces de interacción, organización y participación ciudadana que se expresan en el espacio infinito del internet y las redes, que emergieron fuera de las instituciones políticas formales (hábilmente utilizadas por algunas opciones políticas, respondiendo a una avidez por lo inmediato, que no por el rigor).
Clases medias aspiracionales que no compiten por el poder sino por el mercado, el consumo y los empleos, y son absolutamente indiferentes a la política tradicional. Y, por otra, parece que tenemos una vida pública con crecientes grados de desintermediación, y una comunicación más horizontal, directa y en tiempo real que prefigura formas de expresión inéditas, entre ellas la que ahora se empieza a llamar democracia digital.
El resultado de este proceso es un retroceso acelerado de los sistemas democráticos en los últimos diez años, y un incremento de opciones autocráticas, que, a su vez, ponen límites a la libertad de expresión y reprimen libertades y derechos.
Frente al déficit de gobernabilidad y de consolidación democrática, es urgente entender mucho mejor el fenómeno y, sobre todo, ponernos manos a la obra con el antídoto, reforzar el papel de la educación ciudadana, de la cultura y de la comunicación ética, que recreen la confianza ciudadana en la democracia como modo de vida y de convivencia entre diferentes.
Conviene no dar la democracia por sentada. Y preguntarnos, más bien, ¿democracia como fin en sí mismo?, e incluso: democracia ¿para qué?
El primer asunto medular en este escenario tiene que ver con la propia democracia. Las expectativas que se crearon ante el aluvión democrático (sobre todo en los países latinoamericanos que recuperaron la democracia en los últimos 40 años que muchos conmemoran estos años) no tuvieron como efecto directo una percepción individual de que se ha producido una mejora consistente en el nivel de vida. La crisis de las políticas de austeridad de 2008-2015, la pandemia y la actual ola inflacionista, en un contexto de transformaciones digitales y geoestratégicas, han generado un escenario de miedo e inseguridad ante lo que viene.
Una de las consecuencias es que se volvió un lugar común hablar de insatisfacción e irrelevancia con las instituciones políticas, los actores políticos y la democracia misma que no dan respuesta a esa incertidumbre.
Curiosamente, frente a esa desazón e insatisfacción con el sistema, las mujeres reivindicamos ser protagonistas del devenir de la democracia. Asistiremos en pocos meses a una campaña electoral inédita, entre dos mujeres candidatas a la presidencia de México. La normalidad democrática, por fin, también llega con y para las mujeres.
El segundo desafío radica en uno de los principios vertebradores de la normalidad democrática: el pluralismo, la tolerancia al otro y la búsqueda de consensos para la convivencia pacífica. Sin embargo, la insatisfacción con el sistema provoca, precisamente, un fenómeno creciente de crispación y polarización, ante el que proliferan opciones populistas y autoritarias.
Nuestro reto no está en el qué, no es un problema de déficit de pensamiento democrático, marcos jurídicos o un armazón institucional, contamos todo ello, por supuesto, mejorable. Hay que poner el foco en el cómo. Los procesos y las acciones. Walk the thought, nos decía Mandela. Caminemos en las acciones concretas para consolidar sociedades democráticas. Interioricemos los principios que vertebran nuestra democracia poniéndolos en práctica en cada gesto, en cada espacio o dimensión de nuestras vidas.
Necesitamos una estrategia universal de pedagogía cívica; una educación que fortalezca la participación, la tolerancia, el esfuerzo y el respeto a la diversidad, pero también el espíritu crítico y la exigencia por la excelencia y el rigor científico; una educación contra las narrativas falsas o anti-derechos, exigente con la libertad de pensamiento frente a las amenazas de nuevas tecnologías como la Inteligencia Artificial; una ciudadanía de tiempo completo, y una nueva pasión por la democracia, con todos los alcances y limitaciones que tiene, como el mejor de los sistemas políticos.
Ese es el propósito de la Recomendación de 1974 de la UNESCO, el primer documento internacional que reúne y articula el papel de la educación para que esta pueda contribuir a la paz, la comprensión internacional, los derechos humanos y las libertades fundamentales. Y es el compromiso de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) mediante acciones como la creación de una red iberoamericana para promover iniciativas dirigidas a la educación ciudadana y en valores éticos.
La cohesión y el fortalecimiento de la vida social y política no son solo objetivos urgentes, comunes y compartidos, sino de hecho el único camino para que la vigorosa y renovada ilusión por la democracia no sea una batalla perdida.
***Irune Aguirrezabal Quijera es directora del Programa Iberoamericano de Derechos Humanos, Democracia e Igualdad de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI)