Por un PSOE sin complejos
Los autores, miembros del PSOE, proponen alternativas al programa que su partido presentará este fin de semana, desde eliminar las diputaciones a suprimir el impuesto de patrimonio.
Este fin de semana, los socialistas celebramos una conferencia política para aprobar el programa electoral para el 20-D. El borrador que se va a votar, y que previsiblemente se aprobará sin grandes cambios -dado el expeditivo procedimiento para enmendarlo-, está lejos de formar un plan de acción con el que gobernar.
No lo decimos ni desde la presunción de que nuestras ideas sean irrebatibles, ni desde la candidez de ignorar que un programa electoral debe tener algo de lírica, pero sí consideramos que su elaboración ha caído en tres errores (que en absoluto son exclusivos de los socialistas, y aquí dejamos el “y tú más”).
El primero es proponer una larga carta a los Reyes Magos a base de acumular peticiones de “colectivos”. El segundo es no presentar una estimación cifrada -aunque sea aproximada- de todas las medidas con impacto económico (no basta decir que se presentará una memoria a posteriori). Por último, caer en el simplismo a base de esquivar los numerosos tabúes que cada partido se impone por motivos espurios, como el rechazo a copiar las buenas ideas de otros partidos.
Vaya por delante que –aunque que este domingo no se incorporaran los cambios que proponemos- pensamos votar al PSOE. Y lo hacemos desde la convicción de que los partidos políticos han de ser herramientas y nunca fines. Pensamos que el PSOE es un instrumento algo “tocado”, pero que objetivamente va a seguir teniendo por mucho tiempo un papel decisivo en la política española. Así que nos sentimos útiles contribuyendo a debatir cómo reparar esa “gran maquinaria”, aunque para nada despreciamos a quienes se implican en los nuevos partidos.
Y entremos ya en analizar qué atenaza la capacidad del PSOE para regenerar sus propuestas en el ámbito económico. Durante los largos años de falsa bonanza caracterizada por el ladrillazo, la socialdemocracia se hizo adicta a lo políticamente correcto, y ahora que toca mirar cuánto cuestan las promesas y cuáles nos podemos pagar, para no regalar a los conservadores el argumento de que “vivimos por encima de nuestras posibilidades”.
Hay que analizar dónde el Estado del Bienestar ha sido más dispendioso o menos redistributivo, para ahorrar donde conviene en lugar de recortar indiscriminadamente cuando la Troika lo exija. Cuando el programa del PSOE propone que, incluso con un ciclo económico positivo, debemos negociar con la Unión Europea más tolerancia con el déficit, en el mejor de los casos estamos condenando a la próxima generación a una deuda permanente.
Proponemos reducir el déficit y dejarlo al 0% al término de la legislatura; para lograrlo habría que reducir el gasto y aumentar la presión fiscal, nunca por encima del 1%
Vivir siempre a crédito del exterior nos hace vulnerables. Por ello, tenemos que aumentar el ahorro privado y el ahorro público. Concretamente, proponemos reducir el déficit a no más del 1,5% a finales de 2017 y 0% al término de la legislatura, dedicando todo lo obtenido en la lucha contra el fraude a mejorar estas metas, no a gastar más. Para asegurarse que este ajuste del presupuesto público del orden del 4,5% del PIB en 4 años no ahogue nuestra productividad proponemos que se apoye la mitad en reducir el gasto, y el resto en el incremento de recaudación por el crecimiento nominal y un aumento de la presión fiscal que no sobrepase el 1%.
Sobre los gastos, mencionemos solo la partida más abultada, que es de las menos redistributivas: las pensiones. Es incoherente que utilicemos la lógica de la “capitalización” para justificar que todas las pensiones se revalorizan no en una cuantía sino en un porcentaje (es decir, que las más altas pueden subir el quíntuple que las más bajas) y que, a la vez, planteemos cubrir parte de esta partida (deficitaria ya en un 1,5% del PIB) con el presupuesto ordinario. Como tampoco es coherente el argumento del Partido Popular de justificar esta situación por la crisis económica, cuando el efecto demográfico a medio plazo va a tener un impacto aún más relevante. La solución pasa por asumir que todas las pensiones se revaloricen en una misma cuantía (relevante para las más bajas), de manera que el incremento medio sea menor al actual (gracias al ahorro sobre las pensiones más altas).
Reducir así el gasto en pensiones permitiría preservar el de educación o sanidad, o incrementar el de dependencia. Se trata de sectores que, además de contribuir al desarrollo del país y a la igualdad de oportunidades, generan muchos puestos de trabajo (con el consiguiente ahorro en prestaciones por desempleo y el retorno en cotizaciones). En la educación universitaria -al no ser obligatoria- se puede asumir más claramente que las familias han de contribuir según su capacidad, dedicando los suficientes recursos para garantizar con becas la igualdad de acceso parte de esos recursos sirven para garantizar con becas la igualdad de acceso. O bien, al copago en los fármacos ya asumido como un instrumento para evitar su consumo excesivo, puede añadirse un sistema de “carné por puntos” en las urgencias (gratis un determinado número razonable de visitas al año, acumulables a los años siguientes si no se utilizan), y que no aplicaría a enfermos crónicos, embarazadas o niños.
Apostamos por simplificar la organización del Estado. Suprimamos las diputaciones y propiciemos la fusión de los municipios menores de 20.000 habitantes
De igual modo, aunque somos conscientes que la organización territorial y la reforma de la administración va más allá de la simple optimización de servicios, debe apostarse por que se simplifique en solo tres niveles fuertes: estatal, autonómico y municipal. Se suprimirían por lo tanto las diputaciones y se propondrían incentivos presupuestarios para que se fusionen los municipios menores de 20.000 habitantes, o vinculados a una misma mancomunidad o incluso zona metropolitana. Se exigiría además a todas las administraciones una absoluta transparencia en tiempo real en sus gastos.
Respecto a los ingresos, un sistema fiscal debe asegurar la suficiencia, la equidad y la eficiencia. Si pretendemos que sea progresivo, debe serlo el conjunto del sistema, no cada impuesto. España recauda menos que la media comunitaria, y la diferencia se explica sobre todo en los impuestos indirectos, por la evasión fiscal y en los impuestos medioambientales. En impuestos directos y cotizaciones sociales nos encontramos aproximadamente en la media, aunque las bases impositivas están agujereadas por numerosas exenciones. Pretender hacer política social mediante la laboral o las bonificaciones fiscales genera costes de gestión, ineficientes reducciones de recaudación y agravios injustificados entre ciudadanos con ingresos similares pero que han elegido modos de vida distintos.
En paralelo, el programa del PSOE propone luchar contra la pobreza con una renta mínima de inserción que se superpondría a varios complejos dispositivos de ayudas del Estado y las Comunidades Autónomas -cada uno con sus criterios y umbrales-, que descuida algunos perfiles mientras que sobreprotege a otros, y que tiene importantes costes de transacción tanto para la administración como para los beneficiarios. Sin embargo, el sistema fiscal y de prestaciones debería ser lo bastante claro como para que cada uno sepa exactamente lo que aporta y en grandes líneas lo que recibe.
Esto se resolvería mejor con una renta universal (de cerca de 500€ para los adultos, y aproximadamente la mitad para los niños) que sustituyera todos los dispositivos de ayuda de lucha contra la exclusión salvo el de la vivienda, combinado con un tipo único de imposición de la renta (que evite desincentivos, escalones y trampas) desde el primer euro sea cual sea la fuente de ingresos. Esto implica también retirar el impuesto del patrimonio, injusto contra quienes ahorran en vez de consumir, cuando precisamente se trata de un comportamiento que debemos estimular para generar inversión y para reducir nuestra eleva deuda privada.
Los socialistas no debemos permitir que la derecha se apropie de la “cultura del esfuerzo”, cuando las reformas del PP han ahondado las diferencias entre rentistas y quienes viven de su trabajo, al aprobar una reforma laboral que no solo permitía nuevas contrataciones con menores costes de despido (lo cual sí pudo incentivar nuevos empleos), sino también despedir más barato a quienes ya estaban contratados. ¿Qué justificación tenía mejorar la cuenta de resultados de una empresa a base de que reduzca su actividad? ¿De qué sirvió mejorar la productividad a costa de la producción?
El principal problema del mercado del trabajo es la dualidad entre los empleos estables y los de aquellos que se pasan toda la vida alternando contratos precarios
Esos desempleados “por capricho” del PP ejemplifican su débil balance de gestión, pero “derogar la reforma laboral” no los devolvería a sus puestos. Lo pertinente ahora es no caer en la simpleza de que cualquier flexibilidad es una concesión al patrón a costa del obrero. El principal problema del mercado del trabajo es la dualidad entre quienes tienen un empleo muy o bastante estable, y quienes se pasan literalmente toda su vida laboral alternando el paro con puestos precarios. Esta dualidad desincentiva la inversión en formación y la implicación del trabajador con los objetivos a largo plazo de la empresa.
Esta seria debilidad estructural exige tomar medidas firmes. La puerta entreabierta de que siga existiendo un contrato indefinido junto a uno temporal que se intentaría restringir, acabaría dejando colar una amplísima casuística de excepciones reguladas o de abusos muy difíciles de perseguir. Es preferible -aunque no seamos el primer partido que lo proponga- un contrato donde la antigüedad vaya consolidando derechos y se evite el solapamiento de contratos temporales. Debería también considerarse no subir tanto el salario mínimo (se ha propuesto más del 50%, aunque sea a lo largo de dos legislaturas) puesto que beneficiaría a muy pocos, mientras que para muchos más supondría la desaparición de su puesto de trabajo.
En energía, se debe apostar por el ahorro y la eficiencia energética y por una “electrificación inteligente” del país. Ello requiere abaratar la factura eléctrica, para lo que se requiere reconocer los errores regulatorios del pasado, en materia de energía termosolar y fotovoltaica, y asumir parte de esos costes y otros costes regulados, en el presupuesto. Se debe apostar por la movilidad eléctrica, y por una extensión justa y razonable del autoconsumo. Asimismo se debe permitir experimentar con "fracking" y realizar prospecciones, para saber si es posible explotar estas prometedoras fuentes con las máximas garantías de seguridad. También se ha de mantener la moratoria de nuevas centrales nucleares pero prorrogando la vida de las existentes mientras se garantice las condiciones de seguridad que exija el CSN. Todo ello con el objetivo de poder adoptar una tarifa eléctrica que proteja a los que consuman menos e incentive el ahorro y la eficiencia.
Muchas de estas reformas serían más fáciles y eficaces si otros países europeos tomaran el mismo rumbo. Debemos concretar nuestra aspiración de una Europa plenamente federal: una unión política que imponga reglas fiscales comunes para sostener un modelo social convergente.
Finalmente, aunque parezca el chocolate del loro en términos presupuestarios, la ejemplaridad de los políticos sería un motor fundamental para desprestigiar la economía sumergida. Por eso, el partido socialista debería ser radical comprometiéndose a que sus cargos públicos renunciaran desde su toma de posesión a cualquier privilegio, sin esperar a lograr cambiar la ley para que desaparezcan.
Apostamos en suma por un PSOE sin complejos como el mejor instrumento político para ayudar a los agentes económicos a desmadejar la compleja crisis en que nos encontramos.
***Víctor Gómez Frías y Miguel Sebastián son militantes del PSOE
***Suscriben las propuestas de esta Tribuna los también militantes del PSOE y miembros del colectivo Socialismo es libertad: Francisco Carrillo, Manuel Lobo y Emilio Rodríguez
***Ilustración: Pedro Marrodán