En este mes de octubre se cumplen los cien años de un rescate decisivo para nosotros. Se produjo bajo el título de Tierra baldía. Lo escribió T. S. Eliot, pero Ezra Pound iba de la mano. El poema nos legó la cosecha y la siembra en tiempos famélicos y precarios, dando continuidad a lo que Pound preconizaba en sus primeros Cantos. Ambos, descarados habitantes del infierno que daba título al poema de Eliot, salvaron la poesía de entre los escombros de la Primera Guerra Mundial.
Sacaron fuerzas de leyendas, de personajes, de lenguas y lenguajes, de los mitos dispersos en la tierra baldía en la que se había convertido Occidente. Convocaron a todos ellos al festín de la desolación con la esperanza de salvar reverberaciones que dieran sentido a un habla enmudecida, crucificada en los maderos del horror y la muerte. Quisieron salvar fragmentos sostenidos sobre sus propias ruinas, intuyendo la orgía bélica que sobrevendría.
En medio del derrumbe de la alianza con la tradición, se resistieron a la incomunicación con nuestro legítimo legado espiritual. Lo recompusieron a pedazos, con una estética fragmentaria que liberara del desorden de la barbarie.
Estamos más liberados de las circunstancias y de la genética de lo que nos atrevemos a imaginar
El acto de transmitir ese rescate cobró tanta importancia que el contenido de la sabiduría también se fragmentó, planteándonos preguntas decisivas que aún hoy nos acorralan y paralizan. ¿Descendemos al infierno en balde, para no contar ni cantar nada que dé aliento a la vida? Sumados los fragmentos de lenguas y lenguajes, personajes y mitos, ¿qué sabiduría nos acoge?
La búsqueda de respuestas se convierte en camino que conduce a la supervivencia del ser humano porque dependemos de la poiesis, del hacer creador y recreador capaz de zafarse del estado apático de no estar “ni vivo ni muerto”, sin saber, “mirando el silencio dentro del corazón de la luz”, como dicen unos versos de Eliot.
Estamos más liberados de las circunstancias y de la genética de lo que nos atrevemos a imaginar, siendo, quizá, el principal motivo de nuestra parálisis la incómoda constante del conflicto entre personas y pueblos.
Crecemos acostumbrados a ello, temiendo guerras como la más atroz de las imposiciones. Y cuando así ocurre, la razón se colapsa, invalidada en medio de su asombrosa puesta en escena. Pierde el rumbo ante su evidente fracaso, brujulea incansablemente hasta desfallecer por los gritos del dolor y de la rabia, ante el silencio que guarda la impotencia.
Es entonces cuando nuestro legado mítico viene al rescate, y acostumbra a hacerlo no al amparo de la política, sino de la literatura y del arte. Los supervivientes encontrarán la acogida en el abrazo y la empatía de imágenes y palabras desnudas de retórica y forzada erudición, contrarias a ese logos de ideologías que ahoga la extremada delicadeza de la fragilidad humana cuando sufre abandono, incomunicación y traición a lo que tiene la vida de pura gratuidad.
Religarnos con aquello que de sagrado hay en nosotros en cuanto seres creativos y recreativos de sentidos, de significación vital es tan urgente como considerarnos responsables a la hora de interferir en cualquier decadencia que asole la supervivencia de la humanidad o de nuestra existencia, única rama dorada donde puede anidar la esperanza.
Lola Josa es filóloga, escritora y profesora universitaria. Su último libro es La medida del mundo. Palabra y principios femeninos (Editorial Athenaica).