En mi juventud tenía yo un millón de certezas y solo un puñado de dudas. Ahora tengo un millón de dudas y solo un puñado de certezas. Entre ellas permanece mi fe en la poesía, expresión de la belleza por medio de la palabra, cauce del pensamiento profundo como en este libro, Doble fondo (Visor), de Jaime Siles.
El poeta no sabe dónde acabará la cresta de la ola ni la espuma del mar. La mano de la amada convierte la lluvia en música azul. Bastó una mirada para que los enamorados se quedaran juntos para siempre, entre el zureo de las palomas y el quejido de las gaviotas heridas por la sangre blanca. Sobre las espumas de seda solo brilla la ceniza densa, los arpegios de las algas y la arena incierta.
Concertada la amante en el nunca de la Nada, en el siempre del no Ser, es ella la carne que tiembla bajo la luz vegetal. El Tiempo y el Espacio luchan en lo alto del páramo, sobre la soledad hechizada. El sol hiere las pupilas de ella con dedos nevados. La luz agonizante contempla cómo el Tiempo dentro del Ser se vacía, zarandeando al Yo. Se anula entonces la Nada, la Nada que forja el universo, que funde cada verso, que convierte la ceniza en el destellar de la arena dorada y visceral… porque morir ya no importa.
Allí donde suena el tiempo, el Ser y la Nada convergen. Se aman los amantes en un mismo latido. El Ser consiste en su Nada. El Ser existe en su siendo. Gota a gota se vacía la clepsidra del yo sin movimiento. ¿Qué importa, en fin, qué importa que las rosas solo sean ya el tiempo que tiembla?
Jaime Siles, el catedrático sabio, el inacabable filólogo, el poeta profundo, hecho de letras bajo el equipaje de una cultura literaria inmensa, publica Doble fondo, tal vez su libro de más alta dimensión poética, donde los poemas, bajo el ruido del mar, florecen en la arena abisal y se convierten en la Nada que nos crea. Los labios de cal del océano y sus húmedas arenas se convierten en el corazón que siente. Casi brillos, casi gritos, casi eléctricos relámpagos, el poeta es piedra y arena, es agua y es sal.
Dentro ya del Tiempo, la amada en el amado transformada, Juan de la Cruz al frente, el ventalle de cedros se recrea en el son de lo eterno
Desde el mudo arcoíris de lo eterno se esparce un aroma de perfume muerto. ¿De dónde viene ese sonido escarlata del viento bajo el cielo cinerario, mientras las palomas picotean el espesor del agua? Un resplandor de sangre asusta al pájaro acabado de Vicente Aleixandre y crepita en la voz de José Luis Gómez al que Jaime Siles dedica un poema herido por el eco de la Nada…
Cae sobre su corazón como cae sobre la ciudad la lluvia morada mientras, sorbo a sorbo, la luna derrama su plomo pálido. Se escucha entonces el silencio sonoro de la Nada inmensa. Dentro ya del Tiempo, la amada en el amado transformada, Juan de la Cruz al frente, el ventalle de cedros se recrea en el son de lo eterno. Todavía florecerá la visión del Ser, Sartre derrotado y Rimbaud en pie, igual que el deseo en el gozo o la miseria en la carne.
Se ensancha la muerte, la líquida muerte de marfil y rosa. El poeta acepta su morir, porque se muere un poco cada día. Granan los versos de Jaime Siles. Sabe el autor de Doble fondo que el Yo es la Nada misma y que solo existe ella como escribió el José Hierro desesperado. El Tiempo y el Espacio se funden y desvanecen. El poeta dispara entonces la última flecha que queda en su carcaj. Se deshacen los días en la noche, y él, y todos nosotros, en la muerte.