Angélica Liddell y el bufón
Estaba seguro. No podía ser que tras la genialidad escénica de Angélica Liddell sólo hubiera provocación, desolada vanguardia, infantil ternura, torsión testicular. Acabo de leer el ensayo que la actriz titula El sobrino de Rameau visita las cuevas rupestres (Nórdica Libros) y he descubierto en él a una mujer muy culta, reflexiva y razonadora, de escritura translúcida. Angélica Liddell se expresa bellamente. Su estudio sobre Diderot y El sobrino de Rameau se encuentra atrapado en las telarañas de Perro muerto en tintorería: los fuertes, la obra teatral de la actriz que me electrizó.
Cualquier lector que se adentre en el ensayo de Angélica Liddell sobre Diderot descubrirá una mente equilibrada, un bisturí literario dócil para la penetración y una libertad de pensamiento enardecida y pedernal. Diderot depositó en un loco, un enajenado, un bufón, la renovación de las ideas estéticas, y fue capaz de evidenciar “con su audacia el grado de cobardía de la sociedad”. Ese bufón representa el orden natural frente al orden social. La ensayista desprecia al espectador, “experto en enmascarar la podredumbre de lo humano utilizando la podredumbre de su hipocresía”. El artista, en cambio, construye con la provocación. El espectador que llega acezando lo frena todo porque “es la consecuencia de un orden social restrictivo y de las políticas culturales, encargadas de segregar todo aquello que no está de acuerdo con su imponente criterio de corral”.
El bufón puede “desprenderse de su máscara”; el espectador hipócrita “la lleva incrustada”. Palissot pugna con Diderot. Es un símbolo, el artificio que encorseta la cultura de cada época, la palabra encorvada, la tendencia al bóvido y al pienso. Por culpa de los Palissot de turno, “el espectador hoy día ha sido incitado a desconfiar, despreciar y excluir”. El bufón, ahora como en el siglo XVIII, “se reconoce esclavo a causa del hambre, pero en ese reconocimiento reside su libertad interior y su lucidez: en el hambre crece la agudeza de su resentimiento ”. El bufón, desde el rencor de su fracaso, se convierte en “azote contra las convenciones más esclerotizantes, albergando ya la tierna simiente de un pensamiento marxista”. El bufón, en fin, necesita del poder para saciar su apetito y al mismo tiempo para criticarlo. Angélica Liddell siempre ha mantenido sobre el escenario, en las vides abiertas de la palabra, un pulso atroz contra la autoridad y el poder. El bufón, el loco, es decir, la autora, la actriz, trabaja para una burguesía torpe e ignorante y por eso mismo prepotente y orgullosa de sí misma. Cuando esa burguesía contrata al bufón para una representación teatral corre el riesgo de que la actriz “diga la verdad en voz demasiado alta, y muerda”.
El arte es un instrumento de conocimiento. Diderot, “anticipándose a Schiller, a Brecht, nos educa a través de la estética”. Y no por casualidad, afirma Liddell, asocia fracaso y locura a la renovación de las ideas. La autora ha descubierto que “el hombre de éxito a veces coincide con un estafador, un inútil y un retrógrado”. Por eso la burguesía exige que los cómicos se dediquen a sus comedias. Si piensan fuera de ellas hay que aniquilarlos, hay que ahorcar sus campanas que doblan a muerto. “El bufón carece de yo y sólo posee otredad”, afirma Angélica Liddell, que coincide con Bukowski en que el cómico pertenece a una estirpe “formada por tullidos, retrasados mentales, enanos, pobres diablos y seres deformes obligados a arrancar la carcajada estúpida de sus espectadores”, la risa de “reyes, cardenales, nobles, burgueses y demás necios”.
“No me importa ser abyecto pero quiero serlo sin que se me obligue”, dice el sobrino de Rameau que propugna el robo y la desobediencia civil como fórmula para redistribuir la riqueza. Para Liddell todo es vanidad, salvo beber, comer, fornicar y dormir. Ahí aparece el plato y el orinal de Muere Malone, la obra de Beckett.
El bufón se expresa con “sinceridad atigrada”. Reflexionar es una perturbación morbosa. El loco fingido, el loco profesional, el loco clínico, los tres locos de Shakespeare, se relacionan, según Liddell, con el sobrino de Rameau, heredero del bufón Calabacillas de Velázquez, del corredor sin retorno de Sam Fuller. Pepe Hierro fueron, y Buero Vallejo, los que me dijeron que el teatro verdadero se orgasma en las sentinas de la denuncia y la provocación.
Foucault escribió que “desde el fondo mismo de la sinrazón es posible interrogarse sobre la razón”. Por eso Liddell cree que el descendiente del sobrino de Rameau es Artaud y critica la estolidez medieval del escritor burgués de hoy que piensa que el bufón se ha buscado su propio fracaso. Angélica Liddell está en la estela del sobrino de Rameau: Artaud, Brecht, Beckett, Hülderlin, Nietszche, Van Gogh, Roussel.
Diderot, en fin, hace viajar al sobrino hasta las cuevas rupestres para politizar lo mágico. Allí se encuentra con Angélica Liddell, le da la mano y le tienta la cintura. Coinciden en que la economía es una de las formas del crimen porque “el sufrimiento del hambre, según Foucault, sigue siendo insondable dolor”.
Angélica Liddell, en fin, que embiste con la mirada, podría empezar sus interpretaciones teatrales espetando al abominable espectador burgués que a ellas asiste, la idea de Dostoievski: voy a hacer ahora de bufón, exangües cabrones, zorras abominables, no tengo miedo a lo que penséis, hijos de la gran puta babilonia, porque todos, absolutamente todos los que estáis babeando en el patio de butacas, sois más canallas que yo y debería instalaros en una cuadra que es el lugar que os corresponde.