Antonio Daganzo renuncia al vértigo para alcanzar la Música
…Y mis redes de música son anchas como el cielo, escribió Pablo Neruda. Antonio Daganzo, en su libro La sangre. Música (Aerea Carménère) se entristece con la canción desesperada del poeta chileno: de otro, será de otro, como antes de mis besos, su voz, su cuerpo claro, sus ojos infinitos… porque es tan corto el amor y es tan largo el olvido. La nostalgia le llueve a Antonio Daganzo en los ojos sin vértigo ni nostalgia. Callado sobre el llanto de las hojas, el poeta surca el misterio de las longevas lágrimas mientras contempla cómo arde el horizonte porque hay miedos felices iguales al primer amor.
Surca entonces el misterio de las raíces y escucha el estruendo del silencio azotado por los aullidos de la melancolía. Es la música que le devuelve el alma perdida. Es la música que se escucha entre las ruinas de su inteligencia. ¡Qué sangre tan oscura la del destino equivocado! Porque ella, la que no le amaba, la de la voz de viola parda, la sin oboes ni azul, aunque turquesa, se asoma a su adolescencia ausente de amor.
Antonio Daganzo ha escrito un impresionante poema que llamea entre el temblor y el temblor, entre la musicalidad del verso libre y los endecasílabos agazapados. Busca el gran poeta las ruinas previsibles de la noche, los profundos colores de la muerte y encuentra en la música la sangre que palpita sobre los rojos aperos del suspiro.
El verso se tropieza con las huellas que dejan los dioses extinguidos y llega así el tiempo de colmar las dudas. La enfermedad azota a la familia, aunque la madre no era el humo ni el padre la niebla. Sabe ya que la vida le entregará un palpitar de transparencia, el clamor de un dios arrollado por la poesía y pregona otra vez que allí nació la música.
Rechaza entonces las torpezas de la piel acosada por un batallón de ángeles encallecidos, pero nadie canta entre los brazos de la mujer lejana y sola. América perdida, en Madrid siente el abrazo de la ciudad entera. Es el tiempo de la más lenta esperanza, la nostalgia que retorna y tiembla porque unos ojos de generosa almendra le miran con ternura y siente el fuego de la sangre sabia. De nuevo le acosa la hemorragia de la música.
Escudriña el poeta el misterio de vivir, el latido revelador, la vela temblorosa que lo alumbra. Invade su boca el sabor profundo de la muerte vencida, la nostalgia que miente la más dulce certeza. “Escuchad –escribe– escuchadlos azules que ya suenan, vestidlos, sí, con las sangres que manchan, con la luz solo nuestra, fervorosa verdad del entusiasmo”. Y añade: “La ciudad me abraza con todo su pasado, que me alberga también: aquel nublado alumno vencedor del silencio, ahora escribe y trabaja en la hermosura, en el arte de luz, el del misterio que nos canta y los dos somos uno en esta voz cumplida”.
Ahogado por la sal áspera, desnuda el alma bajo la lluvia, el poeta se da cuenta de que el ocaso tenía luz de espuma, la tristeza de un cosmos abortado. Se escucha de nuevo el estruendo del silencio y también el orgullo del verso aún no modelado, pero que tiembla. Nada le turba salvo el florecer del corazón y solo le importa el abismo salvado que ya avienta los exactos despojos de la nada. El amor recrea de nuevo su ser absoluto y renuncia al vértigo para alcanzar la Música.