En 1939, año de la publicación de Carlota en Weimar, Thomas Mann tiene 64 años. Acaba de exiliarse a Estados Unidos, donde a menudo piensa que habrá de residir el resto de su vida. Desde 1936, en que se resolvió por fin a denunciar explícitamente el régimen nazi, su activismo político en contra de Hitler absorbe buena parte de su tiempo.
A pesar de ello, su producción novelística no cesa: al poco de instalarse en Los Ángeles, Mann concluye el tercer tomo de José y sus hermanos y escribe su novela sobre Goethe, un autor con quien frecuentemente lo comparan sus más acérrimos admiradores, dada su estatura como escritor y el ascendiente tan grande del que disfruta tanto en Alemania como en el mundo entero.
En Carlota en Weimar vuelca Mann el respeto y el aprecio pero también las aprensiones que nunca dejaron de despertarle la figura de Goethe, a quien retrata en el declive de su vida, cuando Goethe cuenta ya 77 años y, como ocurre con el propio Mann, su reputación y magisterio indiscutibles hace tiempo que vienen perdiendo su poder de atracción entre los más jóvenes.
En la novela, antes de la aparición de Goethe, desfilan varios personajes que le hablan de él a Carlota, la vieja amiga que está a punto de reencontrarlo después de tantos años. Es la joven y locuaz Adela, perteneciente a la Asociación de las Musas, una pandilla de pedantes y entusiastas letraheridas, la que, con una mezcla de piedad y veneración, se expresa en estos términos sobre el maestro: “Es grande y viejo y poco dado a que se valore lo que viene después de él. Pero la vida continúa, no se detiene ni ante el más grande, y nosotros somos hijos de la nueva vida [...] una nueva generación”.
¿Por qué leer a tantos autores emergentes de dudosa consistencia, cuando a disposición de cualquiera hay una inagotable biblioteca de bien acreditadas obras maestras?
Adela menciona el nombre de varios pintores y escritores que ella y su círculo admiran y por los que Goethe ha mostrado un olímpico desdén. Y cuando Carlota confiesa ignorar esos nuevos nombres, manifestando sus dudas sobre que sus méritos alcancen “al poeta de Werther”, le replica: “No lo alcanzan, y sin embargo, ¡permítame la paradoja!, le superan, simplemente porque están más adelantados en el tiempo, porque representan un nuevo escalón, están más cerca de nosotros, son más nuestros análogos, porque tienen que decirnos algo más nuevo, más propio que una grandeza que destaca con rigidez de roca, ordenando y también prohibiendo a la nueva era. ¡Le ruego que no nos crea irrespetuosos! El tiempo es el que es irrespetuoso, al abandonar lo viejo y producir lo nuevo. Ciertamente que este tiempo aporta cosas más pequeñas después de lo grande. Pero son las adecuadas a él y a nosotros sus hijos, las que viven y están presentes, las que nos afectan, y hablan con una inmediatez a la que es ajeno el respeto hacia los corazones y a los nervios de las suyas” (traducción de Francisco Ayala).
El candor de estas palabras no sólo ilustra la obsolescencia de toda autoridad literaria: contribuye también a justificar muy persuasivamente la incondicional adhesión de los lectores a las obras de su propio tiempo, por graves e insistentes que sean los avisos de los mayores acerca de su presunta mediocridad, su pequeñez, su decadencia.
¿Por qué leer a tantos autores emergentes, promovidos por las modas pero de dudosa consistencia, cuando a disposición de cualquiera hay una inagotable biblioteca de
bien acreditadas obras maestras con las que difícilmente puedan medirse?
Eso nos preguntamos no pocos lectores ya veteranos, a los que se nos caen de las manos la mayor parte de los libros por los que apuestan los editores.
Adela lo explica muy bien.