Poesía

El regreso

Francisco Bejarano

2 enero, 2003 01:00

Renacimiento. Sevilla, 2002. 56 páginas, 8 euros

Tras casi tres lustros sin publicar poemas (su anterior libro, Las tardes, es de 1988) vuelve Francisco Bejarano a dar otra vuelta de tuerca a su desengañada concepción de la poesía. Después de un primer libro, tanteante y aleixandrino, pero ya con un puñado de textos sorprendentes, Transparencia indebida (1977), encuentra su voz propia en Recinto murado (1980). A partir de entonces todo será desolación sin desmelenamiento, constancia de la ruina en nítidos endecasílabos, en alejandrinos de raigambre modernista, menosprecio de la poesía y alabanza de una vida que se ha dejado de vivir. Un "Aria de bravura", incluida en Las tardes, podría servir de lema a esta recopilación: "Yo no quise la turbia/soledad de los versos,/sino la vida clara/sin reflejarla en ellos". Para Bejarano, como para Vicente Núñez, amigo y maestro, la poesía es menos una consolación que una condena.

No todos los poemas de El regreso están a la misma altura. Son pocos, sólo treinta, pero parece como si el autor hubiera tenido que esforzarse y recurrir a laboriosas imitaciones de sí mismo para completar el delgado volumen. "Huida a Samarcanda" nos ofrece una enésima y algo borrosa variación del relato "El gesto de la muerte". Algo de cansinos ejercicios tienen ciertos textos, como si el autor hubiera querido ejemplificar las razones de su silencio: lo que quería decir ya lo había dicho y carece de sentido el esfuerzo para decirlo de nuevo con variaciones.

Pero un puñado de poemas que pueden incorporarse a la más selecta antología de su autor hacen que El regreso no sea un regreso baldío. Y quienes gustan de la poesía de Bejarano, tan deliberadamente poco moderna, no lamentarán caídas y reiteraciones, que quizá sean sólo condición necesaria para que los altos momentos se produzcan. Ahora que la teníamos un poco olvidada, volvemos a escuchar una música antigua y un desamparo de siempre. Y a pesar de nuestra resistencia de lectores resabiados acabamos cediendo al veneno de su melancolía.