En España con Federico García Lorca
Carlos Morla Lynch
19 junio, 2008 02:00García Lorca, con unos amigos, en una imagen de los años 30. Foto: Archivo
Hacía años -medio siglo- que el libro de quien fuera funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores de Chile, Carlos Morla Lynch (Santiago de Chile, 1885 - Madrid, 1969), constituía una rareza bibliográfica. Residió en Madrid entre 1928 y 1939, tras su paso previo por su embajada en París, donde frecuentó, como haría más tarde en España, a intelectuales y artistas. él mismo cultivó la música, que fue su principal afición, musicó poemas de amigos (se reproduce en el apéndice alguna partitura) y logró reunir en su casa a un buen número de poetas, pintores, escritores y músicos, como había hecho antes en Francia. El libro, con el mismo título, fue publicado por Aguilar en Madrid y, como el prologuista, poseo un ejemplar de la que figura como segunda edición, de 1958. Cabe apuntar al respecto que la reproducción de la página 21 no se corresponde con la portada, como se dice, de aquella edición, sino que es la portadilla interior. Descubriremos también otros descuidos en el texto del prólogo, como un Rafael Sánchez Maza (sic). Un mayor cuidado en los detalles hubiera mejorado la presentación, a la vez que hubiera podido ahorrarse el actual Asesor Cultural de la Embajada de Chile en España algunas páginas sobre la literatura chilena y España, que ninguna novedad aportan y tampoco encajan en el libro.Carlos Morla Lynch llevaba unos diarios personales que le sirvieron de base. Según parece, sus herederas los han conservado hasta hoy y por ello se han podido incluir algunas anotaciones del período parisino (1928-1936), unas pocas páginas, aunque de enorme interés, ausentes en la anterior edición. Pero lo peor de este asunto es que sus herederas pretenden seguir al pie de la letra las últimas voluntades de Morla Lynch y destruir estos diarios, como prueba de amor a su memoria. Lo que interesaría al lector no serían únicamente sus recuerdos españoles, sino su estancia en aquella Europa convulsa e incluso unas circunstancias personales dramáticas, así como las razones que le llevaron a abandonar su país y regresar a España, donde murió. En su prólogo, el autor justifica las tendencias derechistas del protagonista (lo que resultaba, incluso, innecesario). Tampoco es cierto que Federico García Lorca fuera un personaje apolítico. Otra cosa es que pretenda y consiga rebatir la polémica sobre la orientación política del chileno, al que se acusó de antijudaísmo. Pero en la página 291 de esta edición, relata un encuentro con José Antonio Primo de Rivera en el madrileño bar Babanik, entonces de moda, en un ambiente "elegante y aristocrático": "Es un muchacho de una entereza y noble caballerosidad a toda prueba; valiente, vertical siempre y seguro de sí mismo. Como creo haberlo dicho ya, contrasta con estas condiciones viriles de hombre fuerte, un rostro y una expresión cautivadora de niño", apunta con generosidad.
Pero los argumentos aportados para cerrar el debate son poco sólidos; sin embargo, la edición del diario completo resultaría definitivamente esclarecedora. Los detalles que nos ofrece revelan a un observador atento, un escritor certero que no se anda por las ramas. El libro es una delicia para quienes disfruten de los personajes que integraron aquella áurea promoción de los años veinte. No trata sólo de Federico, sino de Jorge Guillén, de Manuel Altolaguirre, de Gerardo Diego y de chilenos, como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro o políticos, como Fernando de los Ríos y hasta la muerte de Macià. Se nos ofrecen noticias parlamentarias de primera mano. Las informaciones contienen a menudo su dosis de veneno, pese a que, como buen diplomático, las frases parecen teóricamente neutras, como la descripción de la visita a Azorín (p. 292): "...he salido encantado con la visita. Ninguna afinidad." No evita opiniones sobre la pintura de la época en el taller de Alfonso Olivares que posee lienzos de Picasso, Juan Gris, Manuel ángeles Ortiz, Pancho Cossío. Su casa se convierte en un centro del arte moderno, aunque Federico, con su peculiar atractivo, toca la guitarra, el piano, compone aleluyas, y canciones. El mundillo despertará la envidia del lector. Utiliza el diálogo con maestría, añadiéndole expresividad al relato, que nunca decae.
La ventaja de la vieja edición de Aguilar es que en cada página figuraba el año de las anotaciones. La de la presente edición es considerable: un útil índice onomástico y una selección del epistolario entre Federico y Carlos Morla (1929-1931), la reproducción de facsímiles de cartas y musicales y un repertorio fotográfico nada desdeñable (páginas 587 en adelante). Aunque no he cotejado a fondo ambas ediciones, en las pocas páginas que lo he intentado no percibo diferencias entre los textos. Los de esta edición figuran en letra más legible y en una hermosa presentación, como nos ha acostumbrado ya Renacimiento.