No es un rito ancestral de Occidente, pero tampoco sería preciso decir que es una moda. Hasta llegar a esta normalización, que se consolida a partir de los años sesenta y setenta del siglo XX, del tatuaje hemos sabido que el vocablo proviene de tatau, una palabra polinesia. Y que fue a través del explorador británico James Cook, que hacia 1770 vio las pieles intervenidas de los indígenas en las islas del Pacífico Occidental, como el tatuaje comenzó a desarrollarse en Europa.
Bien es cierto que el primer tatuado pudo ser Ötzi, un cazador neolítico de hace más de 5.000 años. Y que los indios mejicanos “se taraceaban la piel” –se tatuaban–, tal y como relató Bernal Díaz del Castillo, cronista y colonizador, en Historia verdadera de la conquista de la Nueva España. También Marco Polo se hizo eco de esta práctica en sus viajes a Oriente, aunque a menudo se revelaba como un castigo en países como China o Japón, según reveló la monumental exposición de CaixaForum Madrid Tattoo. Arte bajo la piel, que rastreó los orígenes de este ritual.
Habida cuenta de que el tatuaje constituye un arte en sí mismo y, como tal, crece a medida que se transforma –la técnica en 3D es uno de los últimos gritos–, conviene decir que su presencia en las distintas expresiones culturales se fragua en el siglo XIX.
En la novela Moby Dick (1851), de Herman Melville, los símbolos que cubren el cuerpo de Queequeg, hijo del jefe de una tribu del Pacífico, fascinan al resto de la tripulación que persigue a la ballena blanca, mientras que Balzac nos presenta en Papá Goriot (1834) uno de los arquetipos más reconocibles de los tatuados: Jacques Collin es un expresidiario cuya condición es descubierta por las marcas de tinta en su piel.
Kafka, por su parte, esgrimió una demoledora crítica a la opresión en el relato “En la colonia penitenciaria”. Una máquina de tortura, metáfora del sistema, inscribe en la espalda de los condenados la falta cometida. En una cubierta de La isla del tesoro (edición de 1911), la novela de Robert Louis Stevenson, dos de los tres piratas lucen tatuajes en el antebrazo y el pecho.
En los márgenes
La intensa relación entre el tatuaje y los personajes marginales ha sido una constante en la cultura contemporánea. Tatuaje (1974), de Manuel Vázquez Montalbán, es la primera novela adaptada al cine –por Bigas Luna– en la que aparece Pepe Carvalho. El icónico detective se sumerge en los ambientes más sórdidos de Barcelona (drogas, prostitución, etc.) para investigar el asesinato de un joven que llevaba un tatuaje con esta frase: “He nacido para revolucionar el infierno”.
Harry Powell, el asesino y falso reverendo interpretado por Robert Mitchum en La noche del cazador (1955), de Charles Laughton, trata de averiguar dónde esconde el dinero su compañero de celda, aunque lo verdaderamente memorable de la película es el doble tatuaje que luce Mitchum en los nudillos de sus manos: en la izquierda, HATE; en la derecha, LOVE.
En las manos, pero también en todo el cuerpo, lucen los tatuajes de Viggo Mortensen, que interpreta a un exconvicto que trabaja como chófer de una de las grandes familias del crimen organizado de Londres en Promesas del Este (2007), de David Cronenberg. Al que no le sobra un solo hueco en el torso es al protagonista de Memento (2000), de Christopher Nolan: Leonard (Guy Pearce), que sufre amnesia, tiene que anotarse en la piel todos los recuerdos correspondientes al asesinato de su esposa para tratar de esclarecerlo. Tampoco al de la serie Prison Break (2005), Michael Scofield (Wentworth Miller), que decide tatuarse el itinerario de su fuga.
Incluso un niño, el protagonista de La pequeña ciudad donde se detuvo el tiempo, una novela breve de Bohumil Hrabal, se convierte en un malhechor con el objetivo de inyectarse tinta: roba el dinero de la parroquia para hacerse un tatuaje. También en el cómic se recoge este estigma. Una obra de Robledo y Toledano, una de las parejas artísticas más influyentes del cómic europeo, pone de manifiesto la intensa conexión entre el tatuaje y la cultura japonesa. Tebori (título que alude a una técnica absolutamente manual) es la historia de un joven tatuador y su relación con la Yakuza, la mafia japonesa.
El cómic, la pintura y la música
Sin embargo, el tatuaje tiene también connotaciones amables. Un ejemplo es Popeye y sus anclas de barco grabadas en los antebrazos, que remiten a los históricos tatuajes de la marinería (curioso que el tatuaje, a menudo en la piel de marineros, soldados o presos, tenga tan estrecho vínculo con la idea del encierro).
También el cuento de Roald Dahl que relata la amistad entre un tatuador que vive en la mendicidad y un artista de renombre, incluido en Una antología de tinta (1882-1952), editada por John Miller, se aleja de la etiqueta criminal. A propósito de las artes, también encontramos pinturas como La mujer tatuada o el baño, de Toulouse-Lautrec, inspirada en una modelo y artista de finales del siglo XIX en un café bohemio de Montmartre (París).
En la música, más allá de la conocida vecindad con el rock –la banda The Who contaba la historia de dos hermanos que van a tatuarse en la canción “Tattoo”–, sobresale la prodigiosa “Tatuaje”, compuesta por Rafael de León y célebre por la interpretación de Conchita Piquer. Hasta tres tatuajes aparecen en la historia de quien “vino en un barco de nombre extranjero”. En el caso de este, un corazón en el pecho y el nombre de una mujer en un brazo. En el caso de su interlocutora, una misteriosa dama que frecuenta los ambientes tabernarios, el tatuaje con el nombre del marinero que le contó su historia: “Mira mi brazo tatuado...”