Faulkner. Poesía reunida
por William Faulkner
11 diciembre, 2008 01:00William Faulkner
William Faulkner, galardonado con el premio Nobel de Literatura (1949) y con dos premios Pulitzer (1954 y 1962) por su extensa y conocida obra narrativa, legó también una casi secreta obra poética, producida, en su mayor parte, durante la juventud. Este volumen de su Poesía reunida editado por Bartleby agrupa, por primera vez en todo el mundo, los cuatro libros de este género publicados por Faulkner: El fauno de mármol (1924), Una rama verde (1933) y los póstumos Poemas de Misisipi (1979) y Helen: un cortejo (1981).
DE 'El fauno de mármol':
EL OTOñO SILENCIOSO ENCIENDE AHORA LOS áRBOLES
con sus lentas llamas, y ve, imperturbable,
cómo los días cambiantes incendian el cielo
que se refleja en sus ojos tranquilos,
mientras, a su alrededor, cuando se arrodilla,
se amontonan los campos preñados de frutos,
en cuyas lindes se suceden los álamos,
bruñidos por el sol menguante.
Las viñas trepan por la colina
hacia el cielo, cubiertas de polvo y de silencio;
estallan de racimos púrpuras
y de frutos dorados, de formas
plenas, calientes por el sol. Aquí
los robles y las hayas, explosiones coaguladas,
llamean alrededor de sus soñolientas rodillas
y parpadean ante sus ropajes;
cada matorral -una llamarada de luz
en la blancura azulada del horizonte-
es una antorcha; y los pinos son bronce:
extienden, rígidos, sus frondas esculpidas
por un barranco sin fondo y sin ruido
en el que sus sombras se tornan verdes
-y luego violetas, en las profundidades
en las que duerme el invierno venidero.
LOS DíAS Y LAS NOCHES TEJEN AñOS,
una red con la que me ciegan y confunden.
Sin embargo, expuesto al mundo
que me circunda, mi corazón anhela
cosas que sé, pero que no puedo conocer,
diseminadas entre el cielo y la tierra.
Todo el día veo verterse a la luz
del sol, y expulsar al frío
que la noche ha depositado entre estos muros,
pliegue sobre pliegue, hasta que ya no cabe
más. Con los ojos entrecerrados, veo
a la paz y la quietud cubrir,
como un fluido, los muros, e infundirles
calor, y al silencio empaparlos.
No saben, ni les preocupa saber,
por qué suspiran las aguas vespertinas,
por qué giran las estrellas en torno
a la del Norte, y resplandecen y se hielan y se consumen,
ni por qué las estaciones, encaminadas hacia la primavera,
repican las campanas de la vida.
No les aflige no poder hablar,
porque eso no los convertiría en dioses.
… Me impregna el sol, hasta que soy
todo sol, y, líquido,
abandono mi pedestal y fluyo,
en calma, por las hileras de flores,
respirando su aliento fragante
y el de la tierra subyacente.
Ahora puede pasar el tiempo, sin que repare en él:
yo soy la vida que da calor a la hierba.
¿O es la tierra la que me da calor a mí? No lo
sé, ni me preocupa saberlo.
Soy uno con las flores,
ahora que se han roto mis cadenas.
En la tierra dormiré,
para no despertarme nunca, ni llorar
por cosas que sé, pero que no puedo conocer,
diseminadas entre el cielo y la tierra,
porque los ojos comprensivos de Pan
me bendicen desde el cielo,
y me ofrecen -a mí, sabedor de su pena-
el don del sueño, y un mañana.
DE 'Una rama verde':
V
No hay ninfa alguna de pechos menguantes que agite
los matorrales que detienen la llamarada sin párpados
de la luz solar, cuando endurece los caminos umbríos;
no despierta siquiera el silencio sepulcral,
ni se mueve jamás.
Ningún paso tiembla en la humeante espesura,
cuyas hojas diáfanas urden una sombra ocelada:
un tapiz que recubre el claro sin nadie
y se estremece para aquietar al tordo palpitante
y asustarlo
con el contacto de sus manos deshuesadas,
hasta que cae y se funde con la noche,
en la que la tinta de las sombras salpica a la luz
que satura la oscuridad y sus pliegues, reunidos
en torno a cada tumba,
cuyas lápidas brillan apenas en la penumbra,
enhebradas por las llamadas inquietas de las palomas,
como recuerdos que flotaran entre los muros
y redujesen la poblada quietud de una alcoba
a nave
en la que ninguna luz quebrara los delicados vitrales
y los convirtiese en mariposas que se posaran en el suelo,
mientras las sombras se agolpan en el interior
y susurran a la hojarasca al pasar
por el suelo.
Aquí pinta el crepúsculo su oro giratorio:
donde no hay pecho alguno que aplacar en su contienda
de júbilo o tristeza, ni vida alguna
que incendie estas colinas y valles, ya inhóspitos y fríos
y sin ruido.
XII
El joven Richard, de camino al pueblo,
sintió que la vida crecía en su interior,
tensa como un hilo de plata contra el que
soplara el cierzo del deseo,
hasta convertirse en un ruido monstruoso que lo envolvía
con una lluvia de tierra y fuego,
y lo desollaba exquisitamente
con látigos de colas vivas.
Bajo el arco en el que vivía Mary
y en el que las noches eran breves y feroces,
la antigua música de ella se concertaba con la de él,
igual que la cítara se concierta con el arpa,
y se arremolinaba el fuego de Richard
en el fuego de Mary,
y todo aliento se polarizaba cuando
una muchacha se soltaba el pelo.