“Y no es posible librarse de la voz”. Resuena así, persistente, tenaz, misterioso, insondable, el temblor de los pasos de la criatura que Gustav Meyrink extrajo de la tradición judía para fundirlo, ya para siempre, con las corrientes de la gran literatura. Entonces, nos estremece el escritor austríaco con su relato, “se apodera de mí una indescriptible sensación de solemnidad. Una sensación que alborea suavemente desde una existencia anterior, como si el mundo a mi alrededor estuviera embrujado”.
“¿Quién no es un Golem?”, pregunta Mayorga. Para Sanzol, “la libertad empieza con la toma de conciencia”
Estamos ante El Golem, la obra que Borges incluyó en su Biblioteca personal y a la que dedicó un hermoso poema donde deja constancia de un “terrible Nombre hecho de consonantes y vocales que la esencia cifre de Dios y que la Omnipotencia guarde en letras y sílabas cabales” certificando así, por los resquicios de sus palabras, que “los artificios y el candor del hombre no tienen fin”.
Lo saben muy bien Juan Mayorga (Madrid, 1965), que ha escrito, curiosamente después del estreno de Silencio, sobre la materia de la que está construido “un cuerpo movido por palabras”, y Alfredo Sanzol (Madrid, 1972), que dirige una obra protagonizada por “cualquiera que hable con las palabras de otro sin hacer un análisis crítico”. Juntos han creado un nuevo Golem y lo transportan el próximo 25 de febrero al Teatro María Guerrero de Madrid. Se han enfrentado a su poder oculto, lo han puesto a los pies del ser humano contemporáneo y han creado con todo ese “barro”, utilizando el “mirador existencial” del teatro, un montaje que surge directamente de la extraña y siniestra coyuntura que aún no hemos abandonado del todo surgida de la pandemia.
“¿Quién no es un Golem?”, se pregunta Mayorga sobre uno de los escenarios del Centro Dramático Nacional junto a su director, Alfredo Sanzol, que ve en El Golem de ambos “una llamada sobre el poder de las palabras”. Los reunimos pocos días antes de que el académico y autor de obras como La tortuga de Darwin y El chico de la última fila sea nombrado director artístico de La Abadía, de modo que ahora, a las muchas facetas teatrales que ya compartían, se añade la de la gestión, desafío que tendrán que alternar con labores creativas como la puesta en pie de este texto escrito en 2015.
“Cuando me lo pasó Mayorga me enganchó desde el principio”, señala Sanzol, que reconoce que tras su lectura fue a buscar a su hijo al autobús y se descubrió hablándole con “extremo cuidado”, eligiendo las palabras porque sabía que algunas de ellas podían marcarlo para siempre. Para el autor de El bar que se tragó a todos los españoles “fue uno de esos momentos llenos de misterio en los que sabes que tienes que hacer una obra”.
Por lo tanto, una vez atrapado por las palabras, ya no es posible librarse de su voz... El Golem despertó ante los ojos de su autor sacudido por la angustia y la incertidumbre provocada por la Covid-19. Pocas coyunturas tan propicias para invocar los fantasmas y monstruos que el ser humano lleva en su imaginario desde el principio de los tiempos. “Creo que en el origen está el cruce de dos ideas o imágenes. La tradición, hoy renovada por los avances de la ciencia y la tecnología, de que alguien pueda recibir la memoria de otro, y otra, no menos antigua, según la cual los seres humanos, si bien creemos que utilizamos las palabras, en realidad somos conducidos por ellas”.
Tercia Sanzol en la misma dirección señalando que la palabra es un elemento tan fuerte que ha sido capaz de construirnos y de destruirnos a lo largo de la historia: “No existe ningún momento de la humanidad en el que no haya pasado lo que nos está pasando ahora. La diferencia con respecto a otras épocas es que la propagación es muy rápida gracias a las redes sociales. La historia está hecha sobre verdades que luchan con las mentiras. Siempre ha sido así y el gran esfuerzo de la humanidad es defender la versión más próxima a la realidad”. Mayorga culmina la reflexión señalando que “solo en la crítica del lenguaje por medio del propio lenguaje podemos avistar eso que llamamos verdad”.
¿Y cuál es esa verdad? ¿Dónde se desarrolla? En la distópica ficción de El Golem de Mayorga y Sanzol –reescrita con motivo del impacto que supuso la irrupción del coronavirus, no lo olvidemos– nos encontramos con una sanidad pública colapsada. Como muchos otros enfermos, Ismael (Elías González), que sufre una rara patología, está a punto de verse obligado a abandonar el hospital en el que lo están tratando desbordado por la enorme cantidad de contagios. Felicia (Vicky Luengo), su esposa, recibe de una enfermera, Salinas (Elena González), una propuesta inesperada: Ismael podrá conservar su cama y seguir con el tratamiento si ella memoriza un texto. La tarea parece sencilla pero a medida que va haciendo suyas esas palabras, que nadie sabe quién ha escrito, su cuerpo y su voluntad se irán transformando. El cuerpo de Felicia será habitado por ideas, recuerdos, esperanzas y sueños ajenos.
“Esa fantasía verosímil determinó que volviera sobre la pieza”, señala Mayorga. “Mucha gente se ha sentido abandonada o en peligro de serlo. Imaginé que el Estado pudiese anunciar el agotamiento del sistema de salud pública para dejar de atender otro tipo de enfermedades”.
Por eso Sanzol considera que el montaje está muy conectado con la situación actual, en la que la sanidad pública ha jugado un papel decisivo en nuestras vidas: “Toda la acción sucede en un hospital que se convierte en un personaje más. En el cuento de El Golem unas palabras dan vida al monstruo. Nuestra obra es una historia triangular que crea una acción en la que una mujer transforma a otra mediante la memorización de un manuscrito”.
Es entonces cuando Mayorga subraya que la pieza misma es también un relato en el que son citados a su vez otros relatos y en cuyo núcleo se encuentra hirviendo permanentemente la magia de las palabras. “¿No es mágico que, a través de esas manchas que llamamos letras, ideas que están en mi cabeza, lleguen a las de los lectores de esta conversación?” Pese a todo, el autor no entiende la obra como un retrato de lo que ha pasado ni de lo que está pasando sino una fantasía de lo que podría llegar a pasar. Un aviso que Sanzol constata a través de su propia experiencia: “Creo que todo lo que hago desde el inicio de la pandemia tiene que ver con intentar librarme de ella. Aunque no lo consiga. Creo que la obra va por el mismo camino. La libertad se inicia con la toma de conciencia”.
Ambos creadores parecen seducidos por este nuevo Golem que está transformando nuestros comportamientos y los modos de expresarlos. Si nos preguntamos por el poder de las palabras tenemos que seguir cuestionándonos cuál es la consecuencia de vaciarlas de sentido y por qué son capaces ellas solas de redirigir nuestra conducta. Planteamientos que se entrelazan con un provocador sesgo filosófico. “La desaparición del principio de autoridad sobre la valoración estética produce una sensación de banalización pero no siempre es real – apunta Sanzol–. En el pasado, la crítica, la autoridad estética, en ocasiones también se equivocaba cuando creaba jerarquías que la historia ha demostrado falsas. Es el famoso desprecio a artistas que luego han sido reconocidos. Ahora la autoridad en el arte es un oráculo, hay que ir en su busca”.
Así las cosas, Mayorga termina haciendo un guiño a los que, resistentes a este proceso de banalización, buscan espacios donde se les respete: “Lugares donde no se les trate como meros consumidores sino como críticos poseedores de memoria y de imaginación. Algunos seres humanos han comprendido estos días algo esencial, que cada uno de nosotros es responsable de todos los demás”. Por eso no es posible librarse de estas voces clarividentes que se enfrentan cara a cara al Golem contemporáneo y que son capaces de enseñarnos, como en los enigmáticos versos de Borges, los arcanos de las letras, del tiempo y del espacio. “El simulacro alzó los soñolientos/ párpados y vio formas y colores/ que no entendió, perdidos en rumores/ y ensayó temerosos movimientos”.