Andrew Scott en 'Ripley'

Andrew Scott en 'Ripley'

En plan serie

‘Ripley’: una serie que, sin ser redonda, sobresale en el catálogo de Netflix

A partir de las figuras de Patricia Highsmith, Caravaggio, Pablo Ruiz Picasso, Alfred Hitchcock y Mina diseccionamos la adaptación que el guionista y director Steven Zaillan ha hecho de la novela ‘El talento de Mr. Ripley’.

6 abril, 2024 02:07

Patricia Highsmith. En esta tercera adaptación (oficial) de El talento de Mr. Ripley, primera novela del ciclo antes llevada a la gran pantalla por René Clement (1960) y Anthony Minghella (1999), el guionista y director Steven Zaillan se mantiene, en esencia, fiel a la obra de la escritora de Forth Worth (tampoco es cuestión aquí de aplicarse en el juego de las diferencias, más aún cuando no son relevantes con respecto al material original, o al menos no al nivel tomarse la libertad de incluir personajes de nuevo cuño, tal y como hizo Minghella con la Meredith Logue interpretada por Cate Blanchett).

¿Cuáles son, entonces, los aportes de Zaillan? Al contrario que las luminosas películas que preceden a esta Ripley, el no por casualidad coguionista de Hannibal (Ridley Scott, 2001) sumerge sus imágenes en un baño de tintura decadente, no solo por la radical decisión de filmarla en contrastado blanco y negro (tiempo habrá para hablar de ello), sino porque se esfuerza en los paisajes urbanos (Atrani, Nápoles, Roma, Palermo, Venecia) se acomoden a la turbulenta mente del protagonista.

La Italia de Zaillan es atrayente pero no es hermosa… y esconde horrores. Su urbanismo no es más que la traducción de las dificultades que implica ascender en el escalafón social, de ahí las deambulaciones laberínticas, las perspectivas vertiginosas y los paseos asfixiantes por senderos que bordean el abismo.

[Cata de series: Disney+ barre con 'Coppola' y 'X-Men 97']

Desde la realización se buscan emplazamientos extremos, picados y contrapicados (más o menos agresivos en función del momento) que sobredimensionan el entorno y disminuyen la figura humana, hombres y mujeres atrapados -por muy distintos motivos- en una intriga retorcida.

Los encuadres abigarrados ilustran la complicada vida de Tom Ripley (Andrew Scott), un astuto falsificador de cheques que sobrevive en Nueva York encadenando pequeñas estafas hasta que, de buenas a primeras, le cae del cielo una operación rescate para devolver al hijo de un armador al buen camino empresarial y al hogar familiar – que le llevará a conocer la vida disipada y a saborear las mieles del dolce far niente.

En cada plano, Zaillan insiste en decirnos que la situación de Ripley es eventual, que la cárcel (o lo que es peor, el calabozo de la pobreza) están a la vuelta de la esquina, que si te pillan pasas de dormir en el Excelsior a esconderte en el bajo de una pensión de mala muerte, que un solo movimiento puede causar la muerte del artista.

Una imagen de la serie

Una imagen de la serie

Los mayores aportes del cocreador de The Night Of (2016) proceden de lo visual (en unos instantes seguiremos indagando en ellos). Las 320 páginas de la novela original quedan empaquetadas en 400 minutos de ficción seriada y la longitud serial no siempre juega a favor de obra.

Valgan como ejemplo los dos asesinatos. En la muerte de Freddie Miles (Eliot Sumner) la dilatación sirve para mostrarnos cuán dificultoso resulta deshacerse de un cadáver (algo que, en aras de la economía narrativa, suele elidirse en el cine). El traslado del cuerpo de Freddie se prolonga hasta límites difícilmente soportables, desprende verosimilitud y su elongación favorece la irrupción del suspense. Sin embargo, todo el periplo que conduce a la desaparición del cadáver de Dickie Greenleaf (Johnny Logan) deriva en un sonrojante ejercicio de comedia involuntaria.

En un intento por mostrar el temor que Ripley siente por el agua, y a causa de sus escasos conocimientos náuticos, el incidente deriva en un sketch propio de los Looney Tunes (ese lancha dando vueltas) difícilmente creíble, no solo porque va en contra del tono (solemne) de la propuesta, sino porque si una piedra con un peso suficiente como para retener un cuerpo en el fondo del mar te golpea en la cabeza te deja peor que una caricia de Mike Tyson (en general, hay unas cuantas secuencias interpretadas en una clave distinta a la general, verbigracia el encuentro con el camorrista en el segundo episodio, que invitan a darle al stop).

Sucede, por otra parte, que esos esfuerzos en la planificación que se observan ya en la presentación del protagonista –esa sombra que recuerda a Nosferatu (F.W. Murnau, 1922), la primera visión de su rostro cuando se nos muestra el cadáver- terminan convirtiéndose en una plantilla, un molde sobre el que verter el líquido dramático antes de que solidifique en imágenes en exceso repetitivas, algo que se hace todavía más evidente en una narración atravesada por múltiples interrogatorios –series ‘habladas’ como Mindhunter (Joe Penhall, 2017-2019) o Better Call Saul (Vince Gilligan & Peter Gould, 2015-2022) demostraron que, pese a tener una estética intransferible, eran capaces de ampliar el catálogo de recursos audiovisuales sin renunciar al estilo y sin ser formularios.

Otro tanto sucede con el uso de los insertos y planos detalle: su uso excesivo les resta potencia, de ahí que en los mejores ejemplos del cine clásico (y de la televisión) los primeros planos desprendieran un aura de exclusividad de la que aquí carecen (baste ver cómo los utilizaba Hitchcock, del que después hablaremos, en algunos de sus episodios para televisión como, por ejemplo, Venganza).

Hay, además, un evidente problema en la selección del reparto. Andrew Scott (también productor) encaja a la perfección en el rol de Tom Ripley, mucho más que el excesivamente bello Alain Delon e incluso que el esforzado Matt Damon, quizá porque los perfiles de su anguloso rostro se adaptan a los intereses de Zaillan y la psicología torva del personaje.

En la versión más desexualizada de la novela de Highsmith (ni rastro de seducción, mucho menos de erotismo, terreno en el que Scott ha demostrado su fiabilidad), el actor convierte en intrascendentes las apariciones de Johnny Logan, mientras Dakota Fanning emula la pavisosería de Gwyneth Paltrow en la película de 1999 (algo que el rol de Marge pide, pero no en tanta cuantía).

Con todo, el gran miss casting no es otro que Eliot Sumner como Freddie Miles, una decisión a todas luces incomprensible cuyos motivos resultan tan difíciles de elucubrar como difícil resulta de olvidar la presencia de Philip Seymour Hoffman en idéntico papel, presencia ahora multiplicada por lo artificioso de la elección de Sumner (para que esa opción funcionase, Zaillan debería haber explotado la veta del giallo, pero aquí las cosas son demasiado serias como para guiñarle un ojo a Argento, Bava y compañía).

Andrew Scott en 'El talento de Mr. Ripley'

Andrew Scott en 'El talento de Mr. Ripley'

Caravaggio. La nueva Ripley se toma muy en serio a sí misma, tanto que no duda en salpicar su metraje de citas a Caravaggio, incluso en dedicarle un breve excurso analéptico en el capítulo final.

Más allá de la (lógica) obsesión de Ripley por el pintor, con el que comparte gusto por la belleza y tendencias homicidas (Hannibal Lecter les invitaba a cenar fijo), su influencia se traduce en una iluminación tenebrista cortesía de Robert Elswit. La luz y las enseñanzas del pintor de Milán servirán a Tom para ‘engañar’ al inspector Ravini (Maurizio Lombardi) en una añagaza perfectamente consecuente con lo planteado. Como hemos dicho, el rutilante uso del claroscuro no sirve al único propósito de embellecer las imágenes, antes al contrario, estamos ante un esteticismo que todo lo enturbia.

La luz, combinada bien con las angulaciones extremas, bien con el montaje interno del plano, deforma las imágenes o coloca obstáculos entre el ojo del espectador y el cuerpo de los actores, invocando la sensación de extrañamiento de quien pisa un país nuevo, un terreno poco firme y cuyo futuro (o al menos el tipo de futuro que Tom desea para sí mismo) puede desvanecerse bajo sus pies tras cualquier movimiento en falso.

Déjenos añadir un apunte más en relación con la ausencia de color. La madre de Dickie Greenleaf le pide a Tom que le haga llegar a su hijo ropa nueva. En el envío figura un batín, elegido por Tom, de colores (supuestamente) chillones que Dickie despreciará nada más verlo, puesto que no es de su gusto.

No es esta la única broma a propósito del color, chistes aparentemente inocuos que, sin embargo, el espectador no puede compartir porque no-ve-lo-que-Ripley-está-viendo (también el resto de los personajes, pero convengamos que el peso de la narración recae sobre él).

El uso del blanco y negro establece, también, una distancia moral entre las acciones del protagonista y la mirada del espectador, inhabilitando (y haciéndolo palpable mediante pequeñas chanzas) el proceso de identificación entre personaje y audiencia.

Una imagen de la serie

Una imagen de la serie

Picasso. Un cuadro del pintor malagueño, a la postre garantía de porvenir para Tom, cuelga de una de las paredes del salón de Dickie Greenleaf. Más allá de constituir la base del plot twist final, esa obra cubista adquiere otras consideraciones vistas las premisas de la serie.

De un lado, la idea misma del lienzo como espacio sobre el que dibujar una realidad distinta empapa toda la propuesta. Un cuadrito con un paisaje marino decora la desnuda pared del apartamentito de Ripley en Nueva York (el cuadro como una ventana al deseo).

Cuadros son, también, los espejos o las fotografías que sirven a Tom para dibujar una realidad alternativa, para pintarse una nueva vida, para hacer un duplicado ligeramente deformado de sí mismo, para ser otro sin dejar de ser él mismo (Zaillan explota al máximo esa idea del doble: ventanas que replican la imagen de Ripley, planos de estatuas bifrontes, el rostro de Tom filmado en claroscuro para mostrar sus dos caras…).

Volvamos al Picasso cubista. Si esa corriente pictórica permitía descomponer un cuerpo de manera que pudiésemos observar todos sus ángulos con un único golpe de vista, el guionista de El irlandés (Martin Scorsese, 2019) nos muestra una visión poliédrica de su protagonista: planos de espaldas de alguien siempre dispuesto a la huida, su cabeza vista desde todas las posiciones posibles, su caligrafía, sus manos, su cuerpo…

El compendio del físico de Ripley se traslada, también, a su intrincada psicología. Estamos ante alguien capaz de derramar una lágrima ante un edificio sublime como capaz de eliminar a cualquiera que se interponga en su escalada social, alguien metódico, pulcro, atractivo, taimado, cerebral… Alguien con tantas aristas como un cuadro cubista.

'Ripley'

'Ripley'

Hitchcock. Si Hitchcock adaptó a Patricia Highsmith en Extraños en un tren (el dinero de los derechos le sirvió a la autora de Carol para financiar la primera novela protagonizada por Ripley) y colocó a personajes de dudosa moralidad en el centro de sus ficciones (el Johnnie Aysgarth de Sospecha o el tío Charlie de La sombra de una duda), no es casual que Zaillan nos remita a la figura del cineasta británico en su aproximación a la figura de Ripley.

Dejando a un lado los homenajes superfluos a -como no- Extraños en un trenSospecha (la resignificación de objetos banales como potenciales elementos criminales: un vaso de leche o un cenicero), las variantes más jugosas del estilo hitchcockiano las encontramos en el uso de la profundidad de campo combinado con el manejo del suspense.

El interrogatorio posterior al asesinato de Freddie Miles remite a Cordero para cenar (1958). Si en aquel mítico episodio televisivo la profundidad de campo nos permitía ver, en el segundo termino del encuadre, el horno que escondía la pierna de cordero con la que Mary Maloney (Barbara Bel Geddes) había asesinado a su infiel esposo –el arma homicida siempre a la vista, la asimetría informativa activando los mecanismos del suspense-, aquí es el proceso inquisitivo el que se sitúa en segundo plano, mientras la cámara encuadra la bañera manchada con la sangre de Miles.

Pese a la inversión en el emplazamiento del objetivo, el mecanismo que articula la secuencia es el mismo. En Ripley la huella del crimen se tiñe del escandaloso color de la sangre, el riesgo es mayor y esa modificación multiplica la tensión (basta con un desvío del inspector al baño para que todo se descubra). En las dos, al final, el arma homicida recuperará su uso original: el cordero será el plato único de la cena de los agentes de policía y el cenicero acogerá los restos de polvo grisáceo del cigarrillo del inspector.

Mina. ¿Recuerdan aquella escena de The Young Pope (Paolo Sorrentino, 2016) en la que el papa Pio XIII (Jude Law) afirma que Salinger, Kubrick, Banksy, Daft Punk y Mina son los artistas más importantes de los últimos 20 años? ¿Y que lo son, precisamente, porque son autores “que no se dejan ver”? ¿No es acaso lógico que Ripley -alguien que, pese a mostrarse a todo el mundo, nunca se deja ver tal y como es- escuche compulsivamente a la tigresa de Cremona?

Ripley está lejos de ser una adaptación modélica, siquiera una serie redonda, lo que no quiere decir que no reúna aspectos de interés y que, pese a sus visibles desequilibrios, sobresalga dentro de un catálogo tan ramplón como el de Netflix. A Zaillan hay que alabarle, al menos, la intención (y algunos resultados).

librosmasvendidos copia (4)

Los libros más vendidos: 5 de abril de 2024

Anterior
Retrato de Blanca Varela por Mariella Agois en la década de 1970. © Casa de la Literatura Peruana

La poesía completa de Blanca Varela: el hombre es un extraño animal

Siguiente