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En plan serie por Enric Albero

Mindhunter: ¡Hail Satan!

Podemos dividir la segunda temporada de la serie de Netflix en dos partes bien diferenciadas tanto en lo narrativo como en lo formal

16 septiembre, 2019 12:00

Podemos dividir la segunda temporada de Mindhunter en dos partes bien diferenciadas tanto en lo narrativo como en lo formal. La escisión se produciría tras el cierre del quinto episodio, cuando la pareja de agentes del FBI formada por Bill Tench (Holt McCallany) y Holden Ford (Jonathan Groff) es enviada definitivamente a Atlanta para resolver la cadena de asesinatos que asola el área metropolitana de la ciudad. En ese punto, el veterano realizador Carl Franklin toma el relevo de David Fincher y Andrew Dominik en la dirección. Luego veremos qué consecuencias tiene ese cambio.

Enfrentarse a una de las producciones estrella de Netflix supone situarse frente a un complejo conglomerado narrativo. Todo arranca con los asesinatos de BTK, cuyas actividades observamos brevemente en las secuencias que anteceden a los créditos de cada episodio (exceptuando los capítulos cuarto, séptimo y noveno). Sus crímenes harán que los integrantes de la Unidad de Ciencias del Comportamiento (BSU) del FBI sigan con sus entrevistas a asesinos en serie, conversaciones registradas para acumular información crucial que ha de servir para trazar pautas conductuales que permitan identificar a homicidas múltiples. Mientras Tench y Ford se encargan del trabajo de campo, Wendy Carr (Anna Torv) y Gregg Smith (Joe Tuttle) permanecen en sus oficinas-bunker recopilando y analizando los datos recogidos. Esta primera parte de la 2T sigue la tónica narrativa, tonal y visual que el equipo de guionistas encabezado por Joe Penhall junto con el director David Fincher consolidaron en la entrega precedente. Así, Tench y Ford interrogan, entre otros, a David Berkowitz (Oliver Cooper), a Junior Pierce (Michael Filipowich), a su viejo conocido Ed Kemper (Cameron Britton) y a su compañero de presidio Charles Manson (Damon Herriman), sin olvidar las pláticas con policías encargados de las diferentes investigaciones o de víctimas supervivientes. Sin embargo, y a pesar de lo que pueda parecer, el caso BTK no es más que un hilo argumental que no se desarrollará en profundidad y que, en un intrigante epilogo, queda como tema pendiente para una posible nueva tanda de capítulos (no olvidemos que ya había referencias a sus atrocidades en la 1T).

La interrupción de los interrogatorios -que también es una cesura narrativa y formal- viene provocada por la irrupción de los conocidos como ‘Crímenes de Atlanta’ (28 niños fueron asesinados en las inmediaciones de la capital del estado de Georgia entre 1979 y 1981). Esa ola de homicidios implica no solo un cambio de escenario -de uno móvil basado en la sucesión de entrevistas a uno fijo- sino también otro de orden subgenérico: de la ‘caza de mentes’ pasamos a la ‘caza del hombre’. A este argumento principal hay que sumarle tres subtramas fundamentales a la hora de entender el desarrollo de estos 9 episodios: la implicación del hijo adoptivo de Tench en el asesinato de un bebé a manos de otros chavales, la relación que Wendy Carr inicia con la camarera Kay Manz (Lauren Glazier) y la llegada del nuevo director Gunn (Michael Cerveris) al buró, alguien que confía en los novedosos métodos de la BSU pero que exige resultados cuanto más mediáticos mejor.

La importancia de la escala

Mindhunter | Tráiler oficial de la temporada 2 | Netflix

Sirva el breve resumen anterior como abono para el terreno del análisis. Cuando examinamos la temporada precedente hicimos hincapié en las decisiones de puesta en escena aplicadas por David Fincher, directamente relacionadas con los ejemplos más sobresalientes del cine clásico americano (pienso en Raoul Walsh). Sin forzar jamás el encuadre, con aparente naturalidad, el director de Zodiac (2007) utilizaba la colocación de los actores en el plano y la altura de la cámara para marcar las relaciones psicológicas -y de poder- que existían entre ellos. En esta segunda entrega, el realizador de Denver, que dirige los tres primeros episodios, maneja la escala -el tamaño de los planos- no solo para indicar la importancia de determinados gestos -sobre todo de determinadas frases- sino también para señalar la situación de soledad y desamparo que experimentan sus protagonistas, recurso que un viejo zorro como Carl Franklin utilizará en la secuencia de cierre.

Aunque podríamos incurrir en la tentación de señalar que, en una serie hablada como es Mindhunter, los diferentes directores se limitan a encadenar planos y contraplanos que registren las conversaciones, hacerlo sin prestar atención a cómo se filman esas charlas sería un tremendo error. Fincher no reduce su cometido a ilustrar los diálogos, sino que acorta la escala -cierra el plano a un plano corto con algo de aire en el encuadre o a un primer plano- y/o cambia el emplazamiento de la cámara -de un escorzo a una colocación frontal- cuando los personajes dicen algo relevante. En tanto que es algo sistemático quedémonos con un ejemplo, la entrevista a David Berkowitz, el ‘Hijo de Sam’, en el capítulo dos.

El encuentro se produce en una celda y el primer plano de situación coloca a los tres intervinientes - Holden, Tench y Berkowitz- en un triángulo. La planificación, en la que abundan las escalas medias, se diseña a partir de su ubicación y de los racords de miradas entre ellos. En el momento en el que Ford rompe la línea de resistencia del serial killer, Fincher acorta la escala y, de manera casi imperceptible, filma a Berkowitz en un plano medio corto (no vemos la mesa que se había visto hasta ese momento siempre que se le filmaba): la disputa por los derechos sobre un futuro libro -su legado- lo descoloca y la cámara y su rostro lo reflejan. La pregunta siguiente no puede ser otra que: “Es todo mentira, ¿no?”. Mientras Holden prosigue con su argumentación y le espeta que ni oye voces ni el demonio le deja mensajes en el contestador, Fincher mantiene esa escala para capturar a un Berkowitz atrapado, filmado en escorzo desde los dos lados hasta que claudica. Al corte siguiente el plano se vuelve a abrir y Berkowitz confesará. Ese tipo de estrategias formales, tan pensadas como casi invisibles, serán norma a lo largo de la temporada y tanto Dominik como Franklin las repetirán (nada hay más clásico que utilizar los primeros planos para las cosas importantes).

Pero Fincher no juega solo con las escalas cortas. El uso dramático del plano general es otro recurso que emplea magistralmente y que, además, es decisivo a la hora de interpretar la temporada. En el primer capítulo, cuando Holden Ford pronuncia su desafortunado discurso en la fiesta de despedida del que hasta ese momento había sido su superior, el director de Seven (1995) pasará de un primer plano del rostro del agente, que comprueba como el homenajeado se ha ido del salón, a un plano general de la estancia que refuerza, por un lado, las escasas habilidades sociales de un Ford alérgico a la empatía y, por otro, lo solo que se encuentra en un entorno profesional que no acierta a comprender la viabilidad de su método de investigación.

Llegados a este punto es importante recuperar dos de las tres subtramas mencionadas. La primera es la que se ocupa del asesinato de un bebé a manos de otros niños, muerte vinculada a la figura de Bill Tench: su hijo estuvo presente durante el crimen (colocó al pequeño en una cruz, como Cristo, quizás buscando su resurrección) y este se produjo en la que era su antigua casa. Ese suceso contaminará el desarrollo de toda la temporada, puesto que hará que Tench no cumpla con sus horarios laborales e irá minando su relación de pareja con Nancy (Stacey Roca) hasta destrozar su matrimonio. Su último plano de la temporada será un travelling de alejamiento -hasta llegar a un plano general- que lo encuadra sentado en la cama, de espaldas, tras ver que su mujer y su hijo le han abandonado.

La otra subtrama hacía referencia a la relación que Weny Carr inicia con Kay, la camarera del bar al que los agentes acuden de manera habitual. A los problemas de Carr para transmitir cuáles son sus deseos (“no sé pedir lo quiero”, esto es, que vivan juntas) se suma la situación de Kay, lesbiana separada con un hijo y con serias dificultades para conciliar vida sentimental y maternal. Finalmente, la relación se romperá y veremos por última vez a Wendy, cortada por la planificación a la altura de la cintura, encajonada por la puerta de su cocina, tirando a la basura la revista femenina que Kay (le) leía. El último plano (otro general) concedido a Holden Ford nos lo mostrará solo en su salón mirando un televisor en el que el alcalde de Atlanta acaba de anunciar que Wayne Williams (Christopher Livingstone), el único acusado por los crímenes solo será procesado por el asesinato de dos adultos, quedando las muertes de los niños sin resolver. Esas tres escenas forman parte de una secuencia completa suturada por la canción I Feel Guilt (Me siento culpable) de Marianne Faithfull (el orden de montaje es Carr-Tench-Ford). Las tres terminan con los protagonistas solos en casa. Si en la 1T el crimen era algo exógeno, reducido al ambiente carcelario, en esta segunda entrega se cuela, literalmente, en casa de los protagonistas e infecta todas las estancias.

El abrazo de Ed Kemper a Holden Ford al final de la primera temporada funciona como una suerte de maléfica correa de transmisión. Ahora vemos a un Ford cada vez más alienado, incapaz de empatizar, desubicado. Si, como apunta Miguel Ángel Oeste, crítico del Diario Sur, Ford es el representante genuino de la sociedad norteamericana y entendemos que su viaje al abismo es, a su vez, el viaje de todos sus conciudadanos, ese proceso de contaminación cobra aún mayor importancia: el abrazo de Kemper juega un papel simbólico puesto que ciñe a todo un país. Un país que mantiene una relación ambivalente con el horror que representan tipos como Kemper, Ted Bundy o Jake Brudos. Un país mucho más interesado en las historias morbosas que relata Bill Tench que en las elaboradas argumentaciones de Ford. Un país capaz de convertir a un asesino en serie en un icono.

El epítome de esa fascinación por el mal que sobrevuela toda la entrega no es otro que Charles Manson, protagonista del que quizá sea el momento cumbre de esta 2T por muchos y muy variados motivos. Su furibunda aparición marca un antes y un después en la temporada, que cambiará de registro para convertirse en un procedimental más convencional. En segunda instancia porque permite a Andrew Dominik demostrar sus dotes como realizador, ampliando el catálogo de recursos estilísticos fijado por Fincher. El director de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) hace que Manson se siente sobre el respaldo de su silla, cosa que hace para contrarrestar su escasa altura. Esa posición le sitúa por encima de Tench y Holden y queda reforzada por el uso de picados y contrapicados. Pero el inductor de los asesinatos de 7 personas, entre ellas la actriz Sharon Tate, no solo ocupa una posición más elevada desde un punto de vista físico, también supera a sus interrogadores a nivel discursivo. Ni Ford ni Tench son capaces de desmadejar su cadena de razonamientos de modo que el interrogatorio termina de manera abrupta, con Tench fuera de sí, incapaz de disociar su cometido profesional de su drama personal (¿acaso su hijo no puede ser el nuevo Manson?).

Con todo, ni la potencia dramática ni la estilización formal son lo más importante en esta secuencia. Manson se nos presenta como un anticristo a nivel dialéctico y estético. El pelo largo, la barba, su aspecto endeble y su gestualidad lo aproximan a la figura de un pantocrátor maligno. Su código moral relativiza determinados preceptos religiosos hasta el punto de fabricar una fe en la que amor y muerte son sinónimos. Una teología del mal que, de algún modo, fue tolerada por una sociedad que hizo de él una estrella mediática. Manson es, por encima de todo, la reinterpretación en clave sociológica de la perversión de una moral muy concreta: la cristiana. Que Dominik recurra a la iconografía religiosa para ponerlo en escena no es sino la culminación de una operación simbólica que tiene en la cruz su principal elemento estético.

Sobre una cruz coloca el hijo de Tench al niño asesinado, con una cruz a sus espaldas veremos a Ed Kemper en su única aparición de la temporada y con una cruz a cuestas recorrerá las calles de Atlanta Holden Ford hasta depositarla a las puertas de la iglesia donde se celebrará el memorial por las víctimas. Como muy bien apunta el crítico Felipe Rodríguez Torres en el último número de la revista Caimán Cuadernos de Cine, la cruz, en tanto símbolo de la religión cristiana, funde “dos conceptos tan antagónicos, pero a la vez tan complementarios como la moral y la represión (…) causa y consecuencia de una sociedad reprimida y represora”. La cruz como metáfora de la imposición de una moral represora que domina una sociedad en la que es posible conversar sobre cómo Ed Kemper degollaba a sus víctimas, pero en la que debatir sobre homosexualidad resulta impensable. Una fe que lleva cosidos a sus mandamientos los conceptos de culpa y de sacrificio, ejemplificados por el via crucis de Ford por las calles de la capital de Georgia (como si purgara los pecados que le llevaron a entrar en estado de shock al final del 1T) o la desazón continuada que invade a un Tench que carga con el dolor que supone no comprender todo aquello que le sucede mientras se pregunta si las acciones de su pequeño Brian (Zachary Scott Ross) no son, en realidad, culpa suya - un Brian tan indescifrable que bien podría ser un remedo del Damien de La profecía y el protagonista de Tenemos que hablar de Kevin: Mindhunter también se interroga sobre si los asesinos nacen o se hacen y las repercusiones que eso tienen sobre sus seres cercanos.

La importancia del director

Al inicio de este post señalábamos que la teleserie de Netflix cambiaba a partir del quinto episodio y que la incorporación de Carl Franklin la tornaba una producción más convencional. Veámoslo. Como ya hemos apuntado, Andrew Dominik amplía los registros formales de Mindhunter en varios niveles. Introduce, por ejemplo, los tonos amarillentos y las atmósferas sobrecargadas ya en el primer viaje de la serie a Atlanta (capítulo 4), constante que Carl Franklin recuperará en el tramo final. Maneja, como Fincher, magistralmente las escalas tal y como se puede observar en la secuencia en la que Wendy y Kay se besan por primera vez en la bolera: de manera paulatina los planos van menguando a medida que crece el feeling entre ellas -cuando surge algún contratiempo en la charla, la cámara se aleja- y, bien a través suaves travellings de acercamiento, bien acortando la escala con el cambio de plano, Dominik termina filmando el beso lo más cerca posible.

De los muchísimos detalles formales que deja el director de Mátalos suavemente (2012) uno de los más interesantes es el plano que dialoga con uno de los más reconocibles de la 1T. Nos referimos a aquel en el que Wendy Carr compartía ascensor con Ford y Tench, rodado en contrapicado con ella colocada por encima de sus dos compañeros (era, claro está, la que manejaba el cotarro). En el capítulo cuarto de esta segunda tanda, el jefe Gunn relega a Carr a una labor secundaria y le impide viajar con sus compañeros a Atlanta. Tras dar esta orden, los tres suben al ascensor para regresar a su puesto de trabajo. Dominik coloca a Ford y Tench en el primer plano del encuadre; detrás, situada en medio de los dos y desenfocada, está Wendy. Un travelling hacia adelante sumado a un cambio de foco marcará aún más la distancia entre ellos, reforzada no solo por la conversación que mantienen sino también por el plano de la salida del ascensor, en el que ella ya no domina el encuadre. Ha sido apartada y Dominik lo resuelve modificando el plano matriz rodado por Fincher.

Un inciso. Los caracteres femeninos siguen aportando matices que no deberían pasar desapercibidos. A la complejidad de la relación entre Wendy y Kay que recorre toda la temporada y que rehúye cualquier aproximación maniquea a la homosexualidad y a las relaciones de pareja, hay que apuntar que son las madres de las víctimas de Atlanta las que enarbolan valores como la justicia y el tesón. De entre ellas destaca Tanya (Sierra McClain), la recepcionista del hotel que conduce a Ford ante la asociación de damnificados. Una mujer que utiliza una estrategia sencilla para obtener lo que quiere de uno de los hombres más inteligentes y mejor preparados del FBI.

Como en aquella canción de Chenoa, en Mindhunter ellas ya están de vuelta cuando los hombres aún no han llegado. Si Tanya maneja a Ford a su antojo y Kay fue capaz de abandonar a su marido para afianzar su condición sexual aun teniendo un hijo, Nancy terminará por dejar a Bill, alguien que se niega a dejar temporalmente su trabajo para cuidar de un hijo traumatizado o que es incapaz de atender a las peticiones de su esposa ni en lo pragmático (cambiar de casa) ni en lo emocional. Lejos de esperar a que pase el tiempo a ver si las cosas se arreglan -como si el tiempo fuera el barbudo de Bricomanía- ella decide marcharse.

Volvamos a Carl Franklin. El director de El demonio vestido de azul (1995) firma la parte más convencional de esta 2T. Como un buen alumno, recita con soltura las lecciones impartidas por Fincher y Dominik y su correcta caligrafía no desentona con la de sus antecesores. Sin embargo, ha de enfrentarse a una trama más convencional que comporta, además, una ruptura de índole conceptual. No vayan a pensar que los ‘episodios Franklin’ son un desastre, porque estarían engañándose (o a lo peor podrían creer que les estoy vendiendo una moto que no quieren comprar). El realizador californiano es un tipo competente como demuestran la secuencia final ya comentada o la de ruptura entre Wendy y Kay en la que los marcos de la puerta de entrada al edificio de apartamentos en los que vive la psicóloga servirán para evidenciar la separación entre ambas (y luego el uso del plano-contraplano que hará que no las veamos compartir encuadre). Siendo esto cierto, también lo es que toda esta segunda mitad está más preocupada por las implicaciones sociales de los Crímenes de Atlanta que por seguir con el estudio conductual que proponía la serie hasta ese momento. Aquí, además de cazar al asesino, importan la repercusiones mediáticas y políticas del caso, el reflejo de las tensiones raciales instaladas en la sociedad, la distinta consideración de las víctimas en función de su color o -la parte que más me interesa- las fatales consecuencias que para la administración de la justicia o la aplicación de la ley tiene la burocratización de las instituciones, hecho que conecta a una serie como Mindhunter con Memories of Murder (2003), la gran película de Bong Joon Ho.


Esa modificación narrativa voltea, a su vez, la concepción que la serie tiene del tiempo. Me explico (de una manera extraña, pero me explicaré, lo prometo). En Week-end (1967), Jean-Luc Godard transmitía la pequeña angustia cotidiana que supone verse metido en un atasco con un interminable plano secuencia (7 minutos y 22 segundos) de un embotellamiento. El director suizo nos obligaba a sentir el tiempo. Salvando las distancias, algo similar sucede en Mindhunter hasta el quinto episodio de la segunda entrega. Los creadores no solo no se preocupan por el posible aburrimiento de un espectador que asistirá a un continuo encadenado de entrevistas, sino que en todo momento se busca que sea participe de ese proceso, se intenta que comprenda la metodología de Ford, Tench y Carr filmando esas largas conversaciones sin utilizar elipsis. No se extrae únicamente la información importante de cada encuentro y se pasa a otra cosa, sino que el procedimiento y cómo se registra es tan o más importante que lo que se cuenta (de ahí la insistencia en el magnetófono). Al contrario que la mayoría de las series de televisión, en Mindhunter no es tan relevante saber qué pasará a continuación como observar lo que está pasando ahora (de hecho, esa sucesión de charlas y la nula acción, hacen que la serie tenga un tiempo y un tempo tan particulares que, por momentos, la acercan a la abstracción, a un tiempo nebuloso en el que suceden acontecimientos que parecen estar fuera del mundo como son las macabras historias que relatan tipos como Elmer Wayne Henley o Tex Watson). La teleficción creada por Joe Penhall maneja con conocimiento de causa un concepto implantado en la Nouvelle Vague como es el de la durée (tomar/transmitir la conciencia de la duración de las cosas) algo en consonancia con la temática que trata una serie en la que la paciencia y la espera son fundamentales. Pues bien, en los episodios dirigidos por Franklin esa idea del tiempo se rompe -y esto no es culpa del autor de Un paso en falso (1992) sino de la estructura implantada desde el guion-.

Quizá sirva para explicar este sustancial cambio la secuencia de las vigilancias del episodio octavo. En poco más de dos minutos y al son de ‘M.E.’ de Gary Numan se nos mostrarán las ‘largas’ guardias que los agentes del FBI llevan a cabo durante días para ver si el asesino de Atlanta arroja algún cadáver al río Chattahoochee y pueden así atraparlo. Estamos ante una secuencia de montaje, esto es, ante un ejercicio de síntesis que lo que hace es comprimir el tiempo, justo lo opuesto a lo que la serie venía proponiendo hasta el 2.05. La decisión, teniendo en cuenta los nuevos parámetros, es lógica: ahora se necesita crear tensión (un asesino anda suelto) y ya no es tan importa percibir el (paso) del tiempo. Por más brillante que nos pueda parecer la citada secuencia, esta operación marca el cambio de rumbo tomado por Mindhunter, un volantazo que la conduce hacia el territorio del procedimental más convencional y que la aleja de los postulados rupturistas sobre los que se levantó, definidos por unos rasgos de estilo capaces de combinar de manera imperceptible las formas del más refinado clasicismo con ideas y conceptos extraídos del cine de la modernidad.

@EnricAlbero

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