Si la clase de un torero se evalúa en la medida en que sus pases de pecho anulan el espacio entre él y el toro, convendremos que Albert Serra se enfrenta a la tauromaquia asumiendo plenamente esa máxima.
Tardes de soledad se aferra a los modos del documental observacional para terminar fabricando una muy otra cosa que por momentos asume un cariz ensayístico y otras se acerca al estudio antropológico. Sea como fuere, esta película tensa como un estoque recién salido de fábrica sigue al matador peruano Andrés Roca Rey por distintos ruedos en una gira fúnebre que concluye indefectiblemente con la muerte de un toro.
El nuevo trabajo del cineasta de Banyoles, ajeno a cualquier tesis, no cambiará la opinión de nadie sobre el asunto que aborda, pues su aproximación es puramente mostrativa, una incesante búsqueda de instantes cargados con el don de lo genuino. Porque Serra filma la por algunos llamada fiesta nacional como nadie lo había hecho hasta ahora, colocando su cámara a la misma altura que los protagonistas.
No es casual que la película se abra con sendas miradas al objetivo de un toro y del diestro peruano, anunciado una sucesión de bailes macabros filmados como angustiantes pas de deux que abjuran del contexto para aproximarse a la película de terror, precisamente, porque Serra nos coloca en una posición inédita, opuesta a la retransmisión televisiva, la cara oculta de Tendido cero.
El acortamiento de la distancia entre el espectáculo y la mirada y un prodigioso trabajo de sonido harán que quienes se posicionan contra la lidia se abstengan de pagar una entrada por verla. Aquellos que, independientemente de su postura, estén dispuestos a aguantar la fuerza de las imágenes se encontrarán con una película que a fuer de mirar frontalmente lo que retrata lo mismo estalla en explosiones de belleza que expone sin tapujos las contradicciones de un mundo absolutamente anacrónico, bañado en testosterona. Un mundo plagado de muletillas que, como pequeños ladrillos, van levantado una endeble efigie para rendir culto a la personalidad de Roca Rey, idolatría que desaparece en cuanto el torero abandona la escena.
Las inenarrables charlas en el vehículo que transporta a la cuadrilla tras la faena rodadas con estrictas tomas estáticas, el momento en el que el ‘maestro’ se viste y que hermana a los toreros con las folclóricas y las drag queens o el temor perpetuo del matador al qué dirán, que le exige una continua reafirmación del ego frente a un respetable que parece dudar constantemente de su talento, funcionan como compases de espera en una obra que solo tiene ojos para sus protagonistas, toro(s) y torero.
Serra trabaja con el esquema de variaciones sobre un mismo tema, y aunque no faltará quien acuse al filme de reiterativo, conviene prestar atención a los sutiles cambios que introduce en cada nueva vuelta al ruedo.
Cambios que pueden ser de orden estético –los que proporciona la meteorología: el lienzo lluvioso pintado con sangre y fango–, factual o musical, ya sea a través de las inquietantes texturas electrónicas compuestas por Marc Verdaguer o de la inclusión del Valse triste de Sibelius (en el cine de Serra nada es gratuito). Aunque cada secuencia parezca la misma –de eso va, también, Tardes de soledad, de la iteración inherente a todo ritual– todas son distintas.
Serra bascula entre ese retrato del atavismo que era Lejos de los árboles (Jacinto Esteva, 1972), la mirada total e implacable que Lucien Castaign-Taylor y Verena Paravel vertían en Leviathan (2012) a propósito de la pesca, y el realismo crudo de La sangre de las bestias (George Franju, 1949): la incuestionable potencia de su nuevo trabajo debería invitar a reflexiones que excedan antagonismos básicos. Una película brutal.
El riesgo y la fórmula
The End es un musical postapocalíptico al que no pocos espectadores desearán quitarle el sufijo para así eliminar de un brochazo a sus personajes y convertir la película de Joshua Oppenheimer en una postal del fin del mundo. Pero no es así, y el cataclismo definitivo ha llegado para todos menos para una familia de clase alta que vive refugiada en una lujosa casa, las paredes atestadas de hermosas pinturas que reproducen paisajes ya extintos, enterrada bajo unas minas de sal.
A lo largo de sus excesivos 148 minutos, la familia y los empleados del servicio practican simulacros por si la amenaza exterior les alcanza, cumplen con sus rutinas diarias y ven la vida pasar.
El núcleo genealógico está compuesto por una madre (Tilda Swinton), un padre (Michael Shannon) y un hijo (George MacKay) en pleno despertar tardoadolescente que descapulla en un entorno confinado mientras se dedica a elaborar una biografía del padre, uno de los responsables directos del colapso del planeta que busca limpiar su leyenda negra con unas memorias que solo podrán leer sus descendientes.
El ecosistema se ve ligeramente alterado con la llegada repentina de una chica afroamericana que se refugia en las minas escapando del desastre exterior que ha extinguido casi toda la vida en el planeta.
El referido compendio biográfico establece una conexión discursiva entre esta The End y el díptico documental que componen The Art of Killing y La mirada del silencio en las que el director miraba de frente (y confrontaba) a algunos de los responsables del genocidio indonesio liderado por Suharto.
Aquí Oppenheimer se coloca en el terreno de la ficción, pero su querencia por la estética desbordante se mantiene intacta, aunque ese desbordamiento tienda hacía lo gris y lo parsimonioso. En este caso, el modelo elegido no es otro que el musical clásico, cantado y sin apenas coreografías, en una película surcada por discretos números filmados casi siempre en plano secuencia en los que los personajes exhiben sus sentimientos, aquellos que (se) esconden cuando la palabra no viene acompañada por el score.
Olvídense de cualquier afán de espectacularidad: el aislamiento y la soledad piden ritmos mortecinos y el cineasta texano no traiciona su propio planteamiento, lo que hace que ver The End sea como atravesar la Eyre Highway (1675 kilómetros en línea recta) con un Simca 1000.
La elección de un género casi extinto, las referencias pictóricas y los continuos intentos del padre por reparar su terrible pasado parecen hablarnos del refugio que suponen determinadas ficciones cuando ya no queda nada. La ominosa metáfora no deja de tener su lucidez, solo que la arbitraria duración, que resuelve de un plumazo y atropelladamente sus pequeños conflictos en un apresurado último acto, hará que buena parte del público desee que la promesa de ese final que anticipa el título llegue mucho más pronto de lo que lo hace.
Si Oppenheimer da un salto sin red que, muy probablemente, haga que The End sea veneno para la taquilla, la chilena Maite Alberdi se pasa a la ficción con una historia basada en hechos reales. En el comedor del hotel Crillón, la escritora María Carolina Geel (Francisca Lewin) le descerraja cinco tiros a su amante e inmediatamente es detenida y puesta a disposición del juez. El lugar de la otra, que nos contará todo ese proceso ocurrido en 1955, está en las antípodas de la frescura que rezumaba, por ejemplo, El agente topo (Maite Alberdi, 2020).
Las estrechuras vitales que oprimen el espíritu afanoso de una secretaria judicial que termina semiabandonando a su marido, a sus dos hijos y un hogar tan espacioso como un cerillero para acomodarse en el amplio departamento de la procesada están filmados como una telenovela de época de cadena generalista. Todo luce antiguo, desde los decorados hasta esos desenfoques parciales de la imagen.
La intriga carece de todo interés, se torna repetitiva cuando los testigos reiteran las mismas confesiones mirando a cámara en una sucesión de banalidades que nada aportan al desarrollo de la película y que ocupan buena parte de su primer tramo.
Tampoco incorpora grandes revelaciones la pequeña odisea de emancipación de Mercedes (Elisa Zulueta), cuya actuación es el sostén de esta obra inocua y plana que, en España, podría disputarle el liderazgo de la franja vespertina a La promesa y La moderna. Así que no sería descartable, dicho esto sin un ápice de ironía, que Netflix terminase reconvirtiendo este largometraje en una miniserie a la que, en virtud de una fórmula ampliamente testada, no le faltarían adeptos. Al tiempo.