La primera vez que oí hablar de The Act of Killing fue en boca de Werner Herzog. En noviembre del año pasado, en Rio de Janeiro, durante la celebración del hoy extinto Festival Mapfre 4+1, el cineasta bávaro nos explicaba a un reducido grupo de la organización del certamen que era el filme más inclasificable y fascinante que recordara haber visto. “Cualquier persona interesada no solo en el cine documental, sino en la misma condición del ser humano, en lo que es capaz de llegar a hacer, debería ver esta película. Es el único filme cuyo visionado considero realmente obligatorio. Nunca se ha hecho nada igual”. Obviamente, su condición de productor de la película –se sumó a la financiación del filme una vez terminado–, de la que me pude enterar más tarde, le obligaba en gran medida a recomendarla, si bien cualquiera que vea a partir de hoy en cines españolas la película (que, contra todo pronóstico, se ha abierto camino hasta nuestras salas comerciales) podrá comprender por qué el gran maestro del documental y explorador de la psique humana siente devoción por ella.
Es tan sumamente demencial y extraordinario todo lo que encierran los 115 minutos de The Act of Killing, codirigida por los norteamericanos Joshua Oppenheimer y Christine Cynn y otro director anónimo (en el desfile de créditos finales comprobamos que una gran parte del equipo de realización, desde productores a sonidistas pasando por investigadores, asistentes y especialistas, ha preferido mantenerse en el anonimato, probablemente por miedo a represalias), que todo calificativo se queda corto para dar cuenta de la trascendencia no solo histórica de la película, sino de la genialidad de su concepción. Sería muy desconsiderado para con los espectadores que aún no la han visto revelar muchos detalles, así que me limitaré a señalar que, básicamente, el filme desafía a los líderes aún vivos del escuadrón de la muerte de Indonesia (que durante 1965 aniquilaron a más de un millón de personas sospechosas de comunistas, y cuyo crímenes hoy han prescrito) a que reescenifiquen, tanto incorporando el papel de los verdugos como el de las víctimas, y en los mismos lugares en los que se produjeron, los métodos de tortura y de ejecución que pusieron en práctica durante la masacre. Un salvaje, sádico y cruento exterminio –los propios ejecutores, algunos arrepentidos, otros no, no logran encontrar las palabras, porque seguramente no existen, para describir la abyección de sus actos– del que la historia de su país, contada por los vencedores, nunca ha dado cuenta.
The Act of Killing interviene así en uno de los debates más irresolubles que ha recorrido la segunda mitad del siglo XX entre los teóricos cinematográficos. Son históricas en este sentido las desaveniencias y distintas posturas que mantuvieron en su momento Claude Lanzmann, el autor de Shoah, Jean-Luc Godard y Susan Sontag, en torno a la legitimidad moral de representar cinematográficamente la 'solución final' nazi (no existen imágenes de los campos de concentración y las cámaras de gas en su periodo de actividad), y que apunta a una cuestión fundamental del cine documental y a lo que se ha venido en llamar el pecado original del cine: su fracaso a la hora de cumplir con su deber como dispositivo de registro y testimonio de la historia de los hombres. En este sentido, el seminal mediometraje Noche y niebla (1955) de Alain Resnais resulta crucial. Ante la imposibilidad de encontrar imágenes de la evidencia –todos los regímenes totalitarios se han ocupado de no dejar evidencias fotográficas, auditivas o fílmicas de los exterminos que llevaron a cabo, de manera que puedan negociar con la posteridad en sus propios términos–,The Act of Killing propone un acercamiento tan grotesco como delirante a la memoria histórica y el discurso oficial, haciendo confluir métodos de representación del cine documental (entrevistas y reconstrucciones) con una puesta en escena que entronca con diversos géneros cinematogáficos: el musical kitch, el cine negro, la épica histórica, etc. La coartada moral que respalda la propuesta tiene mucho que ver con que los líderes del escuadrón de la muerte recuerdan que tomaron como modelos de inspiración a varios personajes y métodos del cine norteamericano en su proceso de depuración de la población comunista.
Hay que disentir con Herzog cuando sostiene en todo caso que nunca se había visto nada igual en el cine. Las formas y los tonos no son los mismos –por el tono que a veces adopta, entre la burla y la parodia como vehículos hacia la justicia poética, The Act of Killing bien puede opositar como la 'comedia' más cínica y alucinatoria (¿de verdad estoy viendo lo que creo que estoy viendo?) de cuantas se han rodado–, pero la esencia confesional es la misma que encontramos en la estirpe de documentales como el clásico Shoah (Claude Lanzmann) o S-21: La máquina roja de matar (Rithy Panh), aportando espeluznantes evidencias y espacios de confesión de exterminios históricos, sea el holocausto nazi o el emprendido por los jemeres rojos en Camboya. Películas como Querídisimos verdugos, de Basilio Martín Patino –el retrato de tres 'agentes ejecutores de sentencias' durante el franquismo–, o The Fog of War, de Errol Morris (quien también participa en la producción de The Act of Killing), donde el propio ex Secretario de Defensa de Estados Unidos, Robert McNamara, reconoce y detalla crímenes de guerra cometidos por su país durante las contiendas en las que participaron en el siglo XX, emergen como claros antecedentes. Son todas ellas películas cuyo valor trasciende el hecho cinematográfico, cuya relevancia es por encima de todo de carácter histórico y humanista.