La contención con la que Pilar Palomero enfrenta una historia que corría el riesgo de abrazar las formas del melodrama desatado solo puede ser recibida con agradecimiento. Más aún atendiendo a la grisura que nubla las primeras jornadas de una dubitativa sección oficial de un Festival de San Sebastián que se mueve entre propuestas comerciales irrelevantes y un cine de autor en horas bajas.
En Los destellos, Isabel (Patricia López Arnaiz) se ve impelida a cuidar de su expareja, enfermo terminal que pierde la capacidad de valerse por sí mismo, cuando la hija de ambos le pide que lo visite con regularidad pese a que llevan años sin verse. La premisa es escueta y su desarrollo se ocupa de una peripecia mínima inversamente proporcional a las honduras emocionales que aborda.
Ya desde el inicio, la figura paterna se presenta como un cisma entre madre e hija. Madalen (revelación Marina Guerola) advierte a su madre que Ramón (Antonio de la Torre) necesita mayores atenciones y que debería pasarse con cierta asiduidad a echarle un vistazo. Palomero filma esa conversación inicialmente amistosa con cortantes planos y contraplanos, madre e hija sin compartir jamás el espacio del cuadro, remarcando la muy distinta relación que ambas tienen con el hombre que las une.
De manera progresiva, apelando a la lógica de lo ordinario, Isabel se verá empujada por el devenir de los acontecimientos a hacerse cargo de Ramón. El guion de Palomero desprecia los golpes de efecto y parece regirse por las más estrictas leyes de la naturaleza: si Isabel no se ocupa de su ex, la hija de ambos, que estudia el último año de agronomía en Valencia, tendrá que abandonar sus quehaceres académicos para desplazarse al pueblo cada vez que su progenitor la necesite.
Las elipsis nos ahorran un montón de explicaciones que cualquier espectador mínimamente atento será capaz de inferir. Entendemos por qué Isabel y Ramón desunieron sus destinos, el amor que Madalen siente por su padre o la situación económica, ni dramática ni boyante, sin necesidad de informaciones adicionales proporcionadas por los diálogos.
El paulatino acercamiento de Isabel hacia su otrora compañero sentimental asume las dimensiones de un largo pasillo cuya distancia parece acortarse a medida que la necesidad se impone. No veremos el rostro de Ramón con total limpieza hasta que la antigua familia, ahora atomizada, se reúna en la cama de un hospital tras su enésima crisis respiratoria. Antes habremos escuchado su voz débil, visto sus perfiles bañados en sombra, intuido una presencia que no se materializa del todo hasta que los tres vuelvan a estar juntos.
Esa presentación gradual del personaje magníficamente compuesto por Antonio de la Torre se debe, por encima de todo, al rigor en el tratamiento del punto de vista, pues esta es la historia de Isabel y todo nos será revelado a través de ella.
El relato adopta un tempo reposado que se toma los minutos necesarios para filmar cómo la luz y las sombras se pasean por los rostros de Isabel y Ramón en una de sus escasas salidas exteriores, metáfora sencilla sobre la vida misma, síntesis de una película que vindica el carpe diem sin recurrir a aspavientos emocionales y asumiendo la inevitabilidad de la muerte como parte última de la existencia.
Pese a la referida contención, hay emoción en Los destellos, y no poca. La hay en ese baile al son de A tu vera conducido por una hija voluntariosa y sostenido por los escasos hilos de fuerza de un padre moribundo y feliz. También en la traducción gestual del idioma de la comprensión, ese que Nacho (Julián López demostrando su amplitud de registros), la actual pareja de Isabel, domina con generosa abnegación. Y la hay en el rostro de Patricia López Arnaiz, un mapa mundi de los afectos capaz de llevarnos de la ternura a la inquietud con una mirada.
Si en Los destellos no pasan grandes cosas, pero todas las cosas que pasan son tan grandes como la vida, todo lo contrario sucede en Cónclave (Edward Berger, 2024) y en Cuando cae el otoño, último trabajo de François Ozon, dos propuestas armadas a partir de guiones con espíritu de yincana.
De la película de Berger, basada en una novela de Robert Harris, podríamos quedarnos con su tono de sermón dominical proferido por un sacerdote octogenario. Su cadencia se adecúa al ritmo de la parsimoniosa liturgia eclesial y ni siquiera las conspiraciones intestinas para hacerse con el cargo de Sumo Pontífice tras la muerte del último Papa alteran la pompa del proceso electivo.
De eso va Cónclave, de la lucha por agenciarse las llaves de San Pedro y de los esfuerzos del decano Lawrence (Ralph Fiennes) por cuidar que la elección vaya como Dios manda y, a ser posible, no concluya con el ultraconservador cardenal Tedesco (Salvatore Castellito) controlando los destinos de la Santa Madre Iglesia.
Digamos que Edward Berger maneja cierta coherencia a la hora de lidiar con el contexto en el que desarrolla su historia y, además de la citada rítmica impuesta, aplica una monumentalidad formal que tiene que ver con la suntuosidad de unas votaciones que se celebran en la Capilla Sixtina.
Sucede que, quién sabe si a causa de ese afán por acercarse a los modos que rigen en la casa de Yahveh en la tierra, el guion que firma Peter Straughan también parece reclamar la presencia del Altísimo a la hora de desarrollar la trama. Así pues, deus ex machina mediante, un oportuno informador vaticano romperá el aislamiento de los cardenales cada vez que la narración necesite un milagroso empujoncito.
Tampoco faltarán extemporáneos atentados yihadistas, o informes secretos tan torpe como afortunadamente escondidos en el cabecero de su cama por un Papa que apenas tenía fuerzas para tomar la comunión. Todo por no hablar del utilitarismo que envuelve a esa monja encarnada con perenne gesto suspicaz por Isabella Rossellini.
Pero si ni los volteos de la trama ni el uso machacón de la partitura de Volker Bertelmann son suficientes para insistir en lo trascendental del asunto, Cónclave se cierra con un acto final surcado por admoniciones que condenan los errores de la iglesia, sí, pero que, al tiempo, nos invitan a creer en la futurible existencia de una versión progresista del catolicismo que pasa, y hasta aquí podemos leer, por su feminización. La hostia, con perdón.
También se apunta François Ozon al juego del plot twist en Cuando cae el otoño para vindicar la legitimidad de una familia heterodoxa. Todo arranca con Michelle (Hélène Vincent), una señora jubilada que vive plácidamente en un pueblecito de Borgoña, disfrutando de su retiro y de su vieja amistad con Marie-Claude (Josiane Balasko).
Todo empezará a torcerse cuando Valèrie (Ludivine Saigner), su hija divorciada, y Lucas (Garlan Erlos), su nieto, vayan de visita y la primera termine ¿accidentalmente? intoxicada tras una ingesta de setas. No se preocupen por los destripes, esta es solo la primera pieza de una interminable caída de fichas dominó.
A partir de ahí, Ozon, esta vez asistido por el guionista Phillippe Piazzo, se presenta como un tahúr de las elipsis y un prestidigitador del punto de vista, todo con tal de poner en jaque a un espectador siempre a merced de los caprichos del libreto. Piensen, por ejemplo, en esos accesos de senilidad que Michelle manifiesta en los primeros compases de la película que luego no volverán a aparecer.
Resulta curioso, no obstante, que un guion con tantos vaivenes argumentales sea tan previsible, pues uno adivina qué le espera tras cada recodo de la sinuosa trama, si bien nos abstendremos de incurrir en mayores revelaciones para no estropearles una obra que, pese a verse alegremente, jamás encuentra el tono adecuado.
Por lo demás, Ozon se mantiene fiel a sus flirteos con la amoralidad, a las reflexiones de base kantiana con esos personajes cuya buena voluntad termina (supuestamente) consumando acciones terribles, y deja en manos del espectador la emisión del veredicto sobre sus criaturas, algo que siempre es de agradecer.
Eso sí, muchísimo antes de que llegue el invierno nos habremos olvidado de Cuando cae el otoño.