'Tori y Lokita': los hermanos Dardenne a dos pasos del infierno
Sin ser una de sus entregas más valiosas, siguen incidiendo en su prosa de lo cotidiano a través de una relación de amistad basada en la protección
11 noviembre, 2022 02:21El espectador exigente casi siempre encuentra un caballo ganador en las películas de los Dardenne. Pareciera que no importa demasiado si el filme en cuestión resulta más o menos relevante en su filmografía, en todo caso será una película realizada no solo con mucho oficio, sino sobre todo capaz de implicarnos en el drama social que construye desde la empatía emocional. Cuánto hay de manipulación o no en todo ello (y sobre todo, qué tipo de manipulación), es una cuestión generalmente relegada al territorio de la subjetividad.
Tori y Lokita es una gran película, aunque esté lejos de figurar entre lo más valioso de los hermanos belgas, a saber: Rosetta (1999), El niño (2005) y El silencio de Lorna (2008). La nueva crónica en la obra de los Dardenne –que en esta ocasión está protagonizada por dos supuestos hermanos africanos, una chica adolescente y un niño de diez años, explotados por la mafia narcotraficante para conseguir los papeles de residencia en Bélgica–, sigue fiel a su prosa de lo cotidiano, al incesante ir y venir de personajes pisoteados por la sociedad que prácticamente se juegan la vida en cada decisión que toman.
Hay quienes encuentran el sentido de la aventura en multimillonarias set pieces de acción, pero los Dardenne filman desde el materialismo de su mínima puesta en escena y de cuerpos en perpetuo movimiento, para sumergirnos en las maltratadas vidas de los humillados y ofendidos de la Europa continental. La trama es austera y directa, su tratamiento es vibrante, urgente, estimulando la inmediatez y la autenticidad. Conmueve la relación de fraternidad de ambos protagonistas, encarnados por Joely Mbundu y Pablo Schils, que saben que solo podrán sobrevivir si permanecen juntos frente a las múltiples adversidades y obstáculos.
Sin fatalismos gratuitos, sin cruzar líneas éticas tan ultrajadas en películas distinguidas por su “compromiso social”, colocándose siempre al lado de sus personajes y sin juzgarles, emerge el tono propio de los Dardenne. Ese tono está determinado a no deslizarse hacia el dogmatismo, si bien a costa de marcar líneas claras entre opresores y oprimidos con retratos unidimensionales.
El guion, ciertamente esquemático en este sentido, encuentra su redención en la militancia humanista de unos cineastas abanderados de la inteligencia y la humildad. Pero no es la palabra lo que más importa a los Dardenne. Su militancia se debe a los gestos y las miradas, y a un simulacro documental que se ha hecho más rígido con el tiempo, hasta resolver secuencias largas en un solo plano inmóvil.
La trama es austera y directa, su tratamiento es vibrante, urgente, estimulando la inmediatez y la autenticidad
Ciertamente no hay nada nuevo en el sentido unidireccional del relato (como una huida hacia adelante que sabemos que no podrá terminar en final feliz), tampoco en la postura moral de los hermanos belgas respecto a las tribulaciones de sus criaturas, condenadas a transitar por callejones sin salida. De forma transparente, sin trampa ni cartón, han desarrollado una inimitable maestría para apuntar a la emoción sin forzar el miserabilismo, y así despertar la conciencia de clase y de culpa del privilegiado que se sienta en la butaca para descubrir (o que le recuerden) que el infierno está a dos pasos de todos nosotros.
[Golpe de realidad de los Dardenne en Cannes]