La debutante española Elena López Riera seduce a Cannes
El primer largometraje de la directora, 'El agua', un relato de leyendas y nocivos patriarcados, entrega al cine español una de sus miradas más prometedoras
21 mayo, 2022 11:31Noticias relacionadas
Entre lo telúrico y lo mitológico. En ese espacio transitan las poéticas de varios debuts recientes del cine español, como Espíritu Santo (Chema García Ibarra) y Destello bravío (Ainhoa Rodríguez). Se suma ahora el primer largometraje de la valenciana Elena López Riera, El agua, presentado en la Quincena de Realizadores de Cannes, el mismo espacio donde se vio hace unos años su cortometraje Pueblo. En su localidad natal, Orihuela, la directora construye un relato de leyendas y nocivos patriarcados a través de la historia de Ana (interpretada por la debutante Luna Pamiés) y su primer amor con José (Alberto Olmo), un recién llegado al pueblo.
La creencia popular reza que en periodo de inundaciones la riada se lleva siempre consigo a una novia de la que se enamora, y a partir de esa leyenda atávica construye un relato en el que la contemporaneidad se vincula con la tradición a través del miedo y la opresión, centrada en una familia de mujeres en la que Bárbara Lennie es la madre de Ana (dueña de un bar) y Nieve de Medina interpreta a su abuela. La historia de su familia está marcada por la leyenda de la novia desaparecida. La superstición, de la que se hacen eco varias habitantes de Orihuela hablando directamente a cámara (el formato documental que se cuela intermitentemente en la ficción), ocupa el sustrato mítico y a su vez misterioso de un relato de iniciación llevado con pulso y precisión de tono, si bien en más de una ocasión corre el riesgo de atascarse, de no despegar y caer en la redundancia.
No es El agua una película sin fisuras, pero se ofrece como un valioso documento, casi de valor antropológico, sobre la población del sur de Alicante y su relación con la gota fría, así como los precarios horizontes de una juventud que anhela abandonar el pueblo. El realismo que se apodera de este "cuento de verano" viene dado por la visión de la directora para rodar los espacios, botellones nocturnos en ruinas y estercoleros, como si fueran los últimos estertores de la Ruta del Bakalao, y por la inmediatez y frescura de los actores debutantes. También las imágenes de archivo de los desastres de las inundaciones en la Vega Baja adquieren en el contexto del film un sentido que despega de lo documental, el noticiario, hacia lo místico, casi lo fantástico.
Acaso la gran virtud de El agua hay que encontrarla en esa tensión donde no sabemos dónde termina la leyenda y empieza el costumbrismo, y en su disolución encuentra su poética, a pesar de algún personaje sobrante o presa del brochazo narrativo, como el novio francés de la madre. La sensibilidad de López Riera para hablar de sí misma sin hacerlo directamente, partiendo de lo local para construir un relato universal, moldea las imágenes con una personalidad propia, entregando así al cine español una de sus miradas más prometedoras, henchidas de futuro.
Dramas familiares
También en la Quincena ha presentado Mia Hansen-Love su último trabajo, Un beau matin, protagonizado por Lea Seydoux en otro de sus múltiples registros, esta vez en la piel de una entregada madre soltera que también está al cuidado de su padre, quien sufre una enfermedad degenerativa, y que afronta su sacrificada vida con entereza y optimismo. Crónica rohmeriana de prosa ligera que nos conduce con algunas notas de lirismo por el día a día de una mujer aparentemente viuda que parece haber renunciado al amor romántico, y cuya ambición pasa por atrapar momentos de alegría en la hermosa relación que mantiene con su padre y su hija, el film está abierto a las inclemencias del melodrama.
Tras su escapada sueca para rodar La isla de Bergman, la directora francesa regresa a París para filmar su actividad urbana con encanto y cierta melancolía, como hiciera en su segundo y todavía mejor largometraje, El padre de mis hijos. También en este nuevo film nos muestra un paisaje familiar que logra esquivar los clichés del género, especialmente a partir del momento en que la protagonista, Sandra, se cruza con aquello que no buscaba, el amor de un hombre (un viejo amigo con el que se cruza en el parque), y por la magia que logra atrapar en la relación entre la madre y su hija de ocho años. La vida de Sandra, que trabaja como intérprete en congresos universitarios, se verá así atrapada emocionalmente entre dos hombres indispuestos: un padre que está desapareciendo y un hombre casado y padre de un niño.
Arnaud Desplechin, gran observador de la condición humana, vuelve a concursar en Cannes con un drama familiar que, sin estar a su misma altura, se vincula en temática y paisaje emocional a sus mejores películas, Reyes y reina y Un cuento de Navidad. En Frère et soeur se centra en la neurótica relación de odio y dependencia entre dos hermanos artistas y exitosos, la actriz Alice (Marion Cotillard) y el escritor Martin (Melvin Poupad), que tras muchos años sin verse deben enfrentarse a la tragedia del accidente que sufren sus padres al principio del film.
Además, en el pasado al que viaja una y otra vez el guion mediante cápsulas de flashbacks sutilmente deslizados en la narrativa, y que nunca son concluyentes sino que más bien lanzan pistas sobre los orígenes de ese odio bíblico que se profesan los hermanos, Martin y su mujer perdieron a un niño de seis años que su hermana ni siquiera conoció. La hostilidad entre ambos es tan épica, monstruosa, shakespeariana, que quieren evitar a toda costa verse el uno al otro en el hospital donde sus padres se debaten entre la vida y la muerte, lo que da lugar a situaciones al borde de la comedia en las tripas de un tremendo drama, de los que exigen enormes implicaciones emocionales por parte de los actores, ambos excelentes en sus papeles.
Cuando el inevitable encuentro fraternal se produce, resulta extrañamente anticlimático, si bien ese es uno más de los síntomas y motivos por los que el arco emocional del film no termina de encontrar su ritmo. Algo que embaucaba al espectador en los previos y excelentes dramas familiares de Desplechin es el modo en que toda la información iba desplegándose hasta comprender, bajo el mandamiento de Renoir, que todos los personajes tienen sus razones. La morosidad de Frère et soeur en este sentido juega en su contra, pues extravía el interés por unos personajes atrapados en su endogamia, a los que resulta difícil comprender más allá de la epidermis de sus reacciones al mundo que les rodea.
El talento de Desplechin para introducir claves esencialmente teatrales en un dispositivo cinematográfico que no renuncia a interesantes soluciones de puesta en escena sigue intacto, así como su capacidad para extraer lo mejor de sus actores, que se entregan sin miedo a personajes complicados, poliédricos, que ocultan sus esencias bajo sus roles familiares y sociales. No en vano, el personaje de Cotillard es una famosa actriz teatral que durante la crisis familiar interpreta Los muertos de Joyce noche tras noche en el escenario, borrando esa línea entre lo real y lo representado en la que con tanta maestría se mueve, una vez más, el cine de Desplechin.