Fellini, la invención de un mundo
Es difícil encontrar un director en la historia del cine que además de un sustantivo sea un adjetivo. Si Kafka dio lugar a lo "kafkiano", Fellini ha dado lugar a lo "felliniano", que es una palabra que describe algo que está a medio camino, como su propio filmografía, entre lo bello, lo grotesco, lo onírico, lo real, lo disparatado y lo sensual. Federico Fellini (Rímini, 1920-Roma, 1993) conectó el arte del cine, el "arte nuevo" con la historia del arte con mayúsculas. Es el puente entre el legado de la gran cultura europea que representa Italia, particularmente la ciudad de Roma con todo lo que implica, con la grandeza de hacer películas y realizar un entretenimiento popular que llegaba a todas las clases sociales. Fue un director de inmenso éxito de público en su tiempo, algo que hoy nos asombra un poco, y quizá nos hace sentir un poco nostálgicos, porque a Fellini es posible que hoy le endosaran la etiqueta de "cine de autor" (¿existe cine que no sea de un autor?) y se le reservara para un público selecto cuando él fue siempre un cineasta de masas.
Podemos comenzar este somero repaso de dos maneras. La primera nos lleva hasta su propia infancia y juventud que retrató de forma magistral en dos películas. Amarcord (1973) se sitúa en la ficticia ciudad de Borgo, trasunto de la Rímini natal de Fellini, para relatar una fábula con aires de farsa sobre la Italia de Mussolini. Con la famosa música de Nino Rota como banda sonora, Amarcord nos conduce a un mundo que oscila entre la sensualidad y las bondades de la apacible vida de provincias en contraste con la barbarie de un país fascista dominado por la brutalidad. También es la crónica del despertar sexual en una sociedad marcada por el peso de la Iglesia católica (esa famosa escena de la estanquera con las tetas enormes), y como toda su filmografía tiene un tono muy particular entre el realismo y el sueño, donde la realidad y la fantasía se unen de manera indisoluble.
Y del Fellini niño al Fellini joven en Roma (1972), su anterior película, en la que Fellini nos cuenta sus impresiones siendo un muchacho que llega a la capital poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Pocos cineastas en la historia del cine (Woody Allen con Nueva York o Almodóvar y Madrid serían otros ejemplos) han sentido una identificación tan absoluta con la ciudad en la que sitúan sus historias. Fellini es Roma y Roma es Fellini y es difícil saber quién influye en quién o quién inventa a quién porque entre ambos se establece una relación de simbiosis absoluta. De esta manera, para los que conozcan su filmografía es muy difícil, si no imposible, visitar la "ciudad eterna" y no verla a través de los ojos del maestro. Sin una línea narrativa clara, el filme es un compendio de una visión caleidoscópica de una urbe contradictoria y excesiva en la que conviven los rigores de la Iglesia católica y el Vaticano con la libertad y un sentido supremo del goce de vivir. Del glamour de sus elegantes cafés a los callejones oscuros, pasando por esa famosa secuencia del desfile de modas protagonizado por religiosos, vemos una Roma espléndida y otra mugrienta que parecen muy distintas pero acaban siendo la misma, una ciudad ruidosa y bulliciosa, decadente pero también imperial, en la que la belleza siempre encuentra la forma de hacerse un lugar.
Dos filmes más condensan la idea de Roma de Fellini. La célebre La dolce vita (1960), una de las películas más importantes de la historia del cine, es un emblema no sólo de la ciudad, también de una época. Superado, no del todo, el drama de la devastadora Segunda Guerra Mundial, Fellini nos sumerge en un mundo de glamour y exceso en el que el protagonista, ese Marcello Mastroianni que es el epítome de lo cool, un cronista social que deambula de un lugar a otro encarnando al perfecto bohemio, poniendo los cuernos a su novia y seduciendo a bellas actrices como Anita Ekberg, con la que protagoniza la famosa secuencia de la Fontana di Trevi. De fiesta en fiesta, el director nos regala el mejor retrato de la ciudad jamás hecho, un lugar en el que se pasa de la fastuosidad a la miseria y donde ese atribulado Mastroianni representa a una nueva juventud deseosa de tener nuevas sensaciones tras la catástrofe de la guerra.
El Satyricon (1969), basada en una obra de Petronio del siglo XV ambientada en la Roma imperial, nos permite ver hasta qué punto Fellini asimila el legado clásico italiano y lo traduce al cine. Perfecta para su imaginario, cuenta las andanzas de dos jóvenes de baja estofa que se disputan el amor de un bello adolescente. Fellini lleva lo grotesco hasta el paroxismo en este filme en el que vemos una Roma imperial dominada por la lujuria y la perversión previa al cristianismo en la que el espíritu pagano da lugar a una cultura de sensualidad y vicio que el cineasta retrata en toda su crudeza pero también parece celebrar. A Fellini le encantaba rodar fiestas y en pocos filmes vemos unas fiestas tan brutales y maravillosas como en este filme tan extremo como delirante que nos ofrece una visión muy distinta de la que estamos acostumbrados a ver de esa Roma imperial.
También podemos hablar de la filmografía de Fellini siguiendo un orden cronológico. Su primer filme dirigido en solitario, El jeque blanco (1951), es una bella comedia en la que el director muestra tanto lo que acabará siendo su impronta como la influencia del cine de la época, con esa mítica "comedia italiana" como contexto. Cuenta la historia de una joven de provincias que viaja a Roma con su prometido, un hombre aburrido y sieso, y se escapa para conocer a un famoso actor (el "jeque blanco") para darse de bruces con la cruda realidad de una estrella perversa que solo aspira a acostarse con ella. Fellini nos muestra una realidad ambivalente, por una parte, la pequeñez de la familia del novio, con todos sus remilgos de sacristía, y la brutalidad de una "gran ciudad" sin alma ni moral en la que la pobre joven está condenada a ser devorada.
Su siguiente filme, la maravillosa Los inútiles (1953), se inscribe dentro del movimiento neorrealista que dominaba en una época en la que el cine italiano era el mejor del mundo, para hacer un nuevo retrato de la vida de provincias a través de unos jóvenes que sueñan con un futuro mejor entre juerga y juerga para darse de bruces con al realidad de un horizonte sin esperanza y de miseria moral. Esos jóvenes "canallas" que tapan con borracheras su vacío vital y esas jóvenes que se debaten entre la virtud impostada de una sociedad hipócrita y el deseo de liberación constituyen un poderoso reflejo de la Europa del siglo XX.
Y para acabar este somero repaso cabe hablar de Giulietta Masina, quien fue su esposa y musa durante muchos años. Su primera colaboración conjunta fue La Strada (1953), una absoluta obra maestra, ganadora del Oscar, y bellísimo filme que nos cuenta la historia de amor entre un artista ambulante de maneras brutas y rudas (Anthony Quinn) y una joven al principio tímida y menuda que a pesar de sus modales se enamora de él. Supone la cima del Fellini poeta y una demostración sin límites de su talento como cineasta. Es una historia de amor aparentemente imposible entre ese forzudo que se gana la vida rompiendo cadenas de hierro y esa frágil Masina con aires de clown. Es un clásico el bruto con buen corazón, pero la forma en que Fellini logra encontrar humanidad y sensibilidad en ese personaje hosco nos emociona hasta el tuétano, además de realizar un sentido homenaje a esa vida bohemia del artista con la que se identificada el propio director.
Aunque tuvo fama de machista, nos detenemos en una película más rodada junto a Masina. Giuletta de los espíritus (1965), donde vemos a una mujer madura que teme haber perdido el amor de su marido, con el que lleva casada toda la vida. Manifiesto feminista de una sutilidad extraordinaria, el maestro retrata la odisea emocional de esa Masina que llegada a una edad provecta se enfrenta a la soledad y el desamor de un marido que se marcha con una chica más joven. Y como siempre, vemos esas fiestas delirantes que Fellini convierte en una recreación del subconsciente de esa Masina que se enfrenta a una nueva vida.
Y para terminar, las mujeres, o cómo las percibe, son las protagonistas de Ocho y medio (1963), una de sus películas más famosas, de la que hace no mucho vimos un remake con Penélope Cruz (Nine, 2009). Protagonizada por Mastroianni como trasunto del propio Fellini, trata sobre un director de cine en crisis del que todo el mundo espera una obra maestra y que se refugia en un balneario en busca de inspiración. Allí recuerda, desde el subconsciente, algunos de los hechos más memorables de su vida, marcados por las mujeres que amó y que perdió. Es un homenaje a todas las cosas que ama el director: el cine, las mujeres y la propia realidad entendida como un sueño.