El aviador
Director: Martin Scorsese
13 enero, 2005 01:00Leonardo Di Caprio es Howard Hughes en El aviador
El hecho de que Preston Tucker y Howard Hughes hayan encontrado en Francis Ford Coppola y Martin Scorsese sus respectivos exégetas fílmicos se nos revela ahora, tras ver El aviador, casi como una predestinación común. Dos fuertes caracteres individualistas, pasionales, visionarios y megalómanos, empeñado uno en construir el "automóvil del futuro" y otro "el avión del futuro", perseguidos ambos por sendos senadores que defienden a los poderosos (la Ford y la General Motors contra Tucker; la Pan Am contra Hughes) aparecen convertidos en héroes cinematográficos de dos genios creadores individualistas, apasionados, visionarios y más bien megalómanos.Sustitúyanse el "Torpedo" de Tucker y el "Hércules" de Hu-ghes (creaciones futuristas de sendas personalidades excéntricas, turbulentas y fuera de norma) por los estudios Zoetrope de Coppola y por monumentales proyectos tipo Gangs of New York. Cámbiese el Chicago de Tucker por el San Francisco de Coppola y las producciones independientes de Hughes (ángeles del infierno, El forajido) por la base neoyorkina de Scorsese y se obtendrán, en correspondencia, otras tantas plataformas de creación independiente que facilitan las equivalencias metafóricas puestas en juego.
A mayor abundamiento, Tucker (1988) juega dentro de la filmografía de Coppola exactamente el mismo papel que ahora desempeña El aviador en la trayectoria de Scorsese. Las dos son aplicadas, manieristas y virtuosas reconstrucciones de época, explícita y deliberadamente colocadas bajo la advocación de Ciudadano Kane, en tanto que exorcismos ficcionales de una personalidad inabarcable, movida de forma desbordante por la pasión de la ambición y del talento. Las dos utilizan una turbulenta y excéntrica personalidad bigger than life para hablar, por vía metafórica y subterránea, de sus propios creadores. Las dos aparecen, finalmente, como otros tantos movimientos tácticos de repliegue, como retorno transitorio hacia formas más asimilables y glamourosas de espectáculo, a la espera de mejores tiempos para volver a poner en marcha proyectos de mayor enjundia.
La grandeza de ambas reside en el impagable espectáculo que ofrecen: el de mostrar a dos creadores de intensa y definida personalidad jugando en campo ajeno (la narración de un biopic que debe adaptarse a las leyes del cine mayoritario), pero luchando a brazo partido por no sucumbir. O, como diría Vicente Aranda, tratando de pasar de contrabando los secretos de un estilo para poder identificarse con lo que hacen, para terminar hablándonos de cómo sus realizadores intentan conseguir lo mismo que Tucker y Hughes: sobrevivir a la trituradora legal y económica del sistema. Es cierto, por ello, que El aviador carece de la tensión visual, del espesor estilístico, de la riqueza dramática y del aliento arrebatado del mejor Scorsese (de Toro salvaje a Gangs of New York pasando por Uno de los nuestros y La edad de la inocencia), pero también que consigue llevarse limpiamente a su propio territorio los materiales con los que trabaja.
No por casualidad, Tucker y El avidador -dos films que deberían proyectarse en programa doble- acaban por contar lo mismo: la crónica simultánea de una victoria ocasional (¿con la que acaso sueñan sus directores...?) y de un fracaso personal (¿quizás el que ambos tratan de exorcizar...?). Por eso Coppola termina contando la victoria de Tucker en el juicio y la ruina de su protagonista, cuyo lema empresarial es "Que el futuro no te pase de largo". Por eso mismo Scorsese abandona finalmente a su criatura tras su victoria en el Comité que lo encausa y una vez que ha conseguido poner el "Hércules" a volar, pero inmerso en la más tenebrosa oscuridad, prisionero de sus más negras pesadillas y de una letanía visionaria que repite, incesante: "el camino hacia el futuro".
Esos desoladores planos finales (uno de los desenlaces más negros, lúcidos y pesimistas que quepa imaginar en una producción mainstream) cierran con lucidez una soberbia lección de cine que resulta posible, en definitiva, porque a su director le interesa mucho más la vertiente paranoico-compulsiva de Hughes y su lucha contra las acometidas de la gran industria que la reconstrucción del Hollywood vivido por el personaje. Esta segunda dimensión, la más próxima a una vertiente relativamente emparentada con Cazador blanco, corazón negro (con la que Clint Eastwood se sumergía también en las aguas más negras de un cierto Hollywood) cede espacio a la disección clínica de una paranoia que dibuja -igual que en Toro salvaje- un acelerado descenso hacia el infierno y a una vibrante narración épica, de la batalla que libran los sueños del independiente contra el poder de las grandes corporaciones.