¿Ciencia versus religión?
El académico e historiador de la ciencia reflexiona sobre la compatibilidad de ambos mundos a través de los investigadores que los han protagonizado
El 13 de diciembre de 1805, Napoleón Bonaparte, el glorioso militar que terminó traicionando los ideales de la Revolución Francesa, escribía a su ministro del Interior, De Champagny: “Es con un sentimiento de dolor que me entero de que un miembro del Instituto, célebre por sus conocimientos, pero que ha vuelto hoy a la infancia, no tiene la suficiente sabiduría para callarse y busca que se hable de él, tanto por sus manifestaciones, indignas de su antigua reputación y del cuerpo al que pertenece, como por profesar el ateísmo, principio destructor de toda organización social que quita al hombre todos sus consuelos y todas sus esperanzas. Mi intención es que llame usted al Presidente y al Secretario del Instituto, para que se encargue de hacer saber a este ilustre cuerpo que debe ordenar a Lalande que no publique nada más, y no oscurezca en sus años postreros lo que hizo en sus días más vigorosos para obtener la estima de los sabios; y si estas invitaciones fraternales no fuesen suficientes, me vería obligado a recordar que mi primer deber es impedir que se envenene la moral de mi pueblo. Porque el ateísmo es destructor de toda moral, si no en los individuos, al menos en las naciones”.
Soy consciente de que han existido y existen científicos profundamente religiosos como Kepler, Galileo o Newton, y más tarde Maxwell
El Instituto en cuestión era el Instituto de Francia, institución creada en 1795 para agrupar las cinco academias francesas entonces existentes, entre ellas la Académie Française y la de Ciencias. El ateo en cuestión era Joseph Jérôme Lalande, profesor del Collège de France y autor de un Traité d’astronomie, editado por primera vez en 1764 y que todavía en 1800 constituía, revisado, la base obligada para los estudios de los futuros astrónomos. Muy alejada esta actitud de Napoleón, quien tenía a la ciencia en muy alta consideración, de la que mantuvo pocos años antes, cuando no había objetado a la famosa respuesta que, presumiblemente, Pierre Simon de Laplace le dio cuando le preguntó el motivo por el que en su monumental Traité de mécanique céleste (el primer volumen se publicó en 1799) no aparecía la noción de Dios.
“Sire, es una hipótesis de la que no tengo necesidad”, se dice que le contestó. Pero cuando escribía a su ministro era desde el año anterior emperador de Francia, y era más sensible a las necesidades políticas que a los argumentos científicos, y las ideas religiosas son para muchas personas más importantes que las científicas.
La cuestión de las relaciones entre ciencia y religión tiene una larga historia.
No es un tema sobre el que me gusta volver –lo he tratado en diferentes ocasiones–, pero me he animado a dedicarle este artículo por dos razones. Una me surgió hace poco, cuando después de una clase en mi universidad, la Autónoma de Madrid, un alumno me preguntó cuál era la idea que Albert Einstein tenía sobre la religión. Le respondí que Einstein poseía un profundo sentido “religioso”, pero ajeno completamente a cómo se entiende habitualmente ese término; nada de supervivencias después de la muerte.
Su “religiosidad” era el sentimiento de admiración y misterio que le producía el que la naturaleza, el Universo, obedezca a leyes que los seres humanos vamos desentrañando. En una conferencia que pronunció en el Seminario Teológico de Princeton en mayo de 1939 expresó con sutileza qué entendía por “religión”: “Cuanto más progrese la evolución espiritual de la especie humana, más cierto me parece que el camino que lleva a la verdadera religión pasa, no por el miedo a la vida y el miedo a la muerte y la fe ciega, sino por la lucha en pro del conocimiento racional. Creo, a este respecto, que el sacerdote ha de convertirse en profesor y maestro si desea cumplir dignamente su excelsa misión educadora”.
La segunda razón por la que retomo el tema es por la reciente publicación de un nuevo libro del biólogo evolutivo y ateo militante, Richard Dawkins: Ateísmo para principiantes (Espasa, 2022). Ahí, Dawkins explica que él también, “impresionado por la belleza y la complejidad de los seres vivos”, creyó en su juventud en “alguna clase de poder superior, alguna clase de inteligencia creativa que creó el mundo y el universo”, pero que a la edad de quince años abandonó “la idea de la existencia de cualquier dios cuando leí sobre la evolución y la verdadera explicación por la que los seres vivos parecían estar diseñados”. Esa teoría se debió, como es bien sabido, a Charles Darwin, quien por la fuerza de las evidencias que fue encontrando en la naturaleza terminó abandonando sus firmes creencias religiosas.
“El antiguo argumento del diseño en la naturaleza que anteriormente me parecía tan concluyente –escribió Darwin en su autobiografía– falla tras el descubrimiento de la selección natural. […] En la variabilidad de los seres orgánicos y en los efectos de la selección natural no parece haber más designio que en la dirección que sopla el viento”.
Mi opinión es que la ciencia y las religiones basadas en la idea de un Dios creador son en el fondo incompatibles, pues una, la ciencia, se fundamenta en la observación, en la elaboración de sistemas lógicos con carácter predictivo y en la comprobación o refutación de esas predicciones, mientras que la religión se asienta en la fe, ajena a cualquier comprobación; en la idea de que para explicar algo que no sabemos explicar –en especial el origen del Universo– recurrimos a un “ente”, un Dios, cuya existencia-origen tampoco sabemos explicar.
Soy consciente, por supuesto, que han existido y existen científicos profundamente religiosos; Isaac Newton fue uno de ellos, como también lo fueron antes Kepler y Galileo, y más tarde Michael Faraday o James Clerk Maxwell. Y también sé que las religiones, algunas, además de admirables valores éticos ofrecen consuelo ante un futuro en el que lo único cierto es que moriremos. Pero esto no justifica hacer “trampas lógicas”.
Como escribió Steven Weinberg en su inolvidable libro, Los tres primeros minutos: “Cuanto más comprensible parece el Universo, tanto más sin sentido parece también”. ¿Desalentador? Sí, pero ¿por qué un imprevisto producto de la evolución como es el Homo sapiens iba a ser capaz de comprenderlo todo? Bastante comprendemos.