Thomas Wolfe, inmisericorde retratista
Bastaron dos novelas, El ángel que nos mira (1929) y Del tiempo y el río (1935) para colocar al torrencial Thomas Wolfe (1900-1938) entre los grandes escritores del siglo pasado, tan excelso en sus textos -alma, paisaje, poesía- de largo recorrido como en sus relatos más breves.
Al hilo de las sucesivas ediciones de Periférica, me he ocupado aquí de tres de ellos, a cual más conmovedor: El niño perdido, Hermana muerte y Especulación, este último, de 1934, de enorme actualidad por su dramático tratamiento de la locura especulativa e inmobiliaria.
Periférica publica ahora El viejo Rivers, originalmente editado nueve años después de la muerte de Wolfe. En una nota se nos explican los motivos: su editor Maxwell Perkins, fallecido seis meses antes, no había querido dar a la imprenta el relato por considerarlo ofensivo y desagradable para el ya anciano Robert Bridges (1858-1940), su antecesor al frente de Scribner's Magazine, la editorial que lanzó a Wolfe y que luego el escritor abandonó.
Un inciso interesante, creo. Acaba de salir a las librerías Max Perkins. El editor de libros (Rialp), biografía que le valió a Andrew Scott Berg el National Book Award de 1978. En los próximos días se estrenará El editor de libros, película basada en esa biografía, dirigida por Michael Grandage e interpretada por un desaforado Jude Law (Wolfe), Colin Firth (Perkins) y Nicole Kidman, esta última en el papel de la escritora y artista Aline Bernstein, que era veinte años mayor que el novelista, estaba casada y con dos hijos, y fue su amante y su impulsora durante años. En la película aparecen brevemente Francis Scott Fitzgerald y Ernest Hemingway, de quienes Scribner's y Perkins editaron nada menos que A este lado del paraíso y Fiesta, entre otras grandes novelas.
No he leído el libro de Scott Berg. He visto la película de Grandage, que, pese al guión de John Logan (Gladiator, El aviador), transcurre entre la histeria de Law y el esteticismo más convencional para contar la estrechísima relación profesional y de amistad entre Wolfe y Perkins, quien, como editor, fue el ya mítico responsable de los logros y éxitos del escritor al confrontarse con él sin desmayo para que eliminara cientos de páginas de los desmesurados originales de El ángel que nos mira y Del tiempo y el río. Scott Berg, que es homosexual, declaró en su momento que para él la relación entre Perkins (casado y con varias hijas) y Wolfe fue sobre todo una historia de amor. Fin del inciso.
[caption id="attachment_1287" width="510"] Colin Firth (Max Perkins) y Jude Law (Thomas Wolfe) en El editor de libros[/caption]
El viejo Rivers, traducido por Juan Cárdenas, es, ciertamente, como señalan los editores de Periférica, un relato muy distinto a todos los citados más arriba. Y añado: es inferior. Tiene como temas de fondo la depresiva crisis del año 1929 y la incapacidad de un anciano para reconocer algo, por otra parte, muy difícil de reconocer: que los tiempos han cambiado y que el tiempo de uno ha terminado.
El retrato que Wolfe hace de Rivers -hemos dicho que trasunto de Bridges, o sea, de “puentes” a “ríos”, para disimular- es despiadado, sin pizca de compasión ni comprensión. El viejo gran editor, que lo ha sido todo y que ya ha sido relegado de su puesto, vive solitario y reconcomido en un club, dedicado a relacionarse con la más decrépita alta sociedad y a despotricar de los jóvenes talentos de la literatura. El viejo Rivers es un libro magníficamente escrito, pero su recorrido es limitado al centrarse implacablemente, con unas pocas anécdotas, en el retrato, entre el plano medio y el primer plano, de Rivers, un cascarrabias amargado y, eso sí, muy presuntuoso.
Veamos cómo queda definido Rivers en las primeras páginas, cuando, con gran dificultad, se levanta un día de la cama: “Era un anciano corpulento, tenía la figura de alguien que alguna vez había sido un hombre de buena talla, huesos fuertes, manos grandes, anchos hombros y fuertes músculos, y cuya corpulencia había menguado hasta quedar reducida a una pesantez fláccida y mórbida: los hombros redondos y caídos, las piernas delgadas, la barriga fofa, un hombre corpulento que ha envejecido. Le llevó mucho tiempo asearse, mucho tiempo mirar su viejo y triste rostro en el espejo, su rostro con los pómulos bien marcados, las cuencas de los ojos hundidos, los dispersos y largos pelos del bigote, los dispersos y largos pelos de la barba que, junto a la sensualidad de los labios completamente rojos y sus ojos amarillentos y cansados, otorgaban cierta distinción al aspecto del señor Rivers, una apariencia no del todo ajena a la de un chino mandarín”.
Es un retrato cruel y atroz, culminado con una caricatura (“un chino mandarín”), que mediante la descripción física adelanta la tortuosa descripción moral y espiritual que luego hará Wolfe de Rivers. Estas líneas son un buen ejemplo de lo que ya señalé a propósito de El niño perdido, precisamente la maestría de Wolfe a la hora de las descripciones, troqueladas con una larga y precisa enumeración de detalles.