[caption id="attachment_1090" width="560"] Juan Marsé. Foto: Jordi Soteras[/caption]
Es muy de lamentar que Juan Marsé (Barcelona, 1933), que se siente dañado a causa del trato dado por el cine español a sus novelas -ocho adaptaciones, creo-, se haya obcecado hasta el punto de hacerse daño a sí mismo por empeñarse en golpear vengativamente a su presunto y repetidamente consentido maltratador.
No es buen augurio un título como Esa puta tan distinguida (Lumen), ni es sutil la portada del libro con esa fotografía sicalíptica de mujer de espaldas con medias, faja y sostén -en blanco y negro vintage-, que remite al sexo de burdel, tan frecuente en las novelas de Marsé, pero también tan propio de las estrategias editoriales comerciales destinadas a seducir a lectores propensos al calentón.
En el verano de 1982, el reconocido escritor que va a narrar la parte sustancial de la novela recibe el encargo de escribir una película -aunque no exactamente un guión- sobre el asesinato de una prostituta llamada Carolina Bruil. Los hechos ocurrieron en 1949 en la cabina de proyección de un cine de barrio barcelonés, tuvieron repercusión en la prensa y fueron juzgados, en plena dictadura, dejando una estela de sombras, dudas y sospechas. El novelista metido a guionista tendrá la oportunidad de entrevistar al asesino confeso, un tal Fermín Sicart, acusado en su día de anarquista, el operador de la mencionada cabina, que está dispuesto a aportar su testimonio. El paso del tiempo ha difuminado sus recuerdos, y también el brutal tratamiento al que fue sometido durante sus años de reclusión por un disparatado psiquiatra fascista convencido de que todos los rojos presentan una malformación neuronal, genética, susceptible de ser manipulada, corregida, anulada.
La Barcelona negra de posguerra, burdeles, putas y broncos y muy machos jerarcas franquistas, crímenes, la lucha por la vida, la miseria económica y moral, ese mundo urbano de calles y garitos de fuerte olor a sexo, humo, lejía y desinfectante… y cine. Territorio Marsé. Con el mal y sus flores malignas y benignas. Cabe preguntarse si era necesario que Marsé, a estas alturas, volviera a ese mundo. El caso es que es muy libre, y ha vuelto.
Marsé siembra muy pronto tres enigmas básicos que estimulan el interés del lector: ¿fue el juicio a Sicart una pantomima para tapar algo, para proteger a algún preboste del Régimen?, ¿cómo es posible que Sicart dijera saber cómo mató a la puta, pero no supiera recordar el por qué? y, por último, ¿a qué obedeció que la prostituta urgiera en el trance final a su asesino con estas dos palabras: “¡date prisa!”?
Nada que objetar, por supuesto, a estos señuelos de la lectura, recursos legítimos de la intriga, que el lector presume que han de ir integrados en un fresco humano y paisajístico que Marsé siempre ha sabido y sabe pintar. Y, en parte, así es. Otra cosa, en este contexto, es la inclusión en el meollo de ese fresco de la película Gilda, hito y mito tan irrenunciable como sobado.
Pero lo que el lector descubre también muy pronto es que el objetivo de Marsé no consiste sólo en volver a ese universo que tan bien domina y tanta gloria le da dado, sino también en atizar un mandoble a los “peliculeros” del cine español, ésos que tanto daño han hecho, según él, a sus novelas. Un objetivo menor que anticipa un resultado menor.
El novelista que va a escribir el guión sobre el crimen tendrá que tratar con productores, directores y hasta con una actriz de quinta -cosa bien infrecuente-, lo que permitirá a Marsé dar rienda suelta a sus rencores con el cine español mediante una caricatura banal, injusta, tendenciosa e incompleta, que tal vez quiera ser despiadada, pero que, amén de insustancialmente cotilla -se reconocen personas concretas tras los personajes-, es errónea, ligera y fatua: ¡la superioridad del escritor!
Y su cinismo, pues atrapa el dinero, acata órdenes que le repugnan y, por supuesto, se aviene a introducir en su guión -o lo que sea- los ingredientes de pésima calidad sugeridos por sus patrones -una puta ciega, por ejemplo-, que, claro, no son otros que los ingredientes que, con tal excusa, acaba teniendo la propia novela de Marsé.
No voy a insistir ni voy a pormenorizar sobre tan ruidoso e irrelevante patinazo, salvo para decir que lo anecdótico y trivial del propósito -zurrar al cine español- contamina gravemente la prosa del gran escritor, repleta de opiniones tópicas y livianas, de ideas y expresiones vergonzosamente comunes. Sobre el mundo del cine, leamos, por ejemplo, El desencantado, de Budd Schulberg.
Nada me ha gustado el personaje de la asistenta del guionista, con su temple protector y policial y sus más que improbables acertijos cinéfilos, pero lo mejor de Esa puta tan distinguida está en las investigaciones del narrador, en sus conversaciones en la terraza de su casa con Fermín Sicart, el asesino. Menos mal que ese tramo guadianesco y fundamental de la novela es ancho y prolijo. Sobre esas charlas e interrogatorios construye Marsé lo esencial de su novela, de la historia del pasado, de sus principales personajes, del tiempo evocado. De la intriga, hecha de idas y venidas, de acercamientos y alejamientos, bien dosificada en sus revelaciones y en sus aplazamientos.
Marsé ha dicho que la “puta distinguida” aludida en el título no es otra que la memoria -recuerdos y olvido-, y Sicart tiene la suya tan lesionada que los tres enigmas mencionados al principio no obtendrán una concluyente aclaración. No obstante, como pretende y logra Marsé, otras zonas de penumbra y otros territorios y personajes quedarán iluminados y cobrarán vida, color y olor en el trance.
Cuando las charlas entre Sicart y el escritor-guionista están concluyendo, éste reflexiona así: “…fui consciente de nuestra derrota, la suya y la mía; él por su pasado expoliado, recompuesto y remendado, yo por no haber sabido hacer nada con esos apaños y remiendos que le habían aplicado, y de los que él no era consciente….”
Novela de perdedores y en busca de un tiempo perdido, sí, pero novela con la que Juan Marsé también pierde fuste y concentración por meterse en una pelea con el cine español que queda graciosa en la prensa, pero que maldita la falta que le hacía a su literatura y que, sobre todo, no ha sabido convertir en material de calidad a su altura.